lunes, 29 de junio de 2009

OBJECION MORAL Y ETICA PADRE JAVIER GIRALDO


Bogotá, D. C., marzo 16 de 2009
Sra. PIEDAD ANGÉLICA ACERO
Funcionaria Policía Judicial – Carné 3592
C/O FISCAL SECCIONAL 216
Carrera 29 No. 18-45 Bloque A Oficina CTI Administración Pública
BOGOTÁ, D. C.
Ref: 802316 Fiscal 216. MT
De toda consideración.
Respondo a su oficio fechado el 10 de marzo de 2009, el cual encontré en mi
oficina esta semana, en el que me solicita asistir a una diligencia judicial al día
siguiente, 11 de marzo, diligencia que no puedo atender por impedimento
moral.
Le ruego apreciar las razones que a continuación expongo, las cuales
fundamentan dicho impedimento.
Desde comienzos de los años 80, las circunstancias personales y las misiones
apostólicas que se me encomendaron, me fueron involucrando
progresivamente en organizaciones, grupos y movimientos consagrados a la
defensa y promoción de los derechos humanos fundamentales. En ese terreno,
los instrumentos jurídicos y la familiarización con los mecanismos judiciales de
nuestra sociedad, constituyeron un recurso importante. Sin prejuicios sino más
bien con esperanza en que una administración de justicia cada vez más
inspirada en valores humanos, éticos, sociales, jurídicos y democráticos,
pudiera ayudar a aliviar el sufrimiento de tantas víctimas con las cuales fui
entrando en contacto, colaboré intensamente en procedimientos judiciales
tendientes a establecer la verdad y a corregir conductas que lesionaban
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gravemente la dignidad humana de muchísima gente. Sin embargo, a través de
estos 29 años multitud de experiencias negativas y aterradoras fueron minando
y destruyendo mi fe en la administración de justicia. No solo la impunidad
reinante que constituye una afrenta a los muchos miles de víctimas que he
conocido, sino el conocimiento directo de los expedientes, de sus mecanismos y
de sus trampas que invalidan y contradicen los principios básicos legitimantes
de la justicia, fueron sembrando en mí interrogantes, remordimientos, cautelas
y repugnancias morales, que poco a poco me llevaron a descubrir la honda
perversión del sistema judicial y a experimentar una radical repulsa de
conciencia frente a cualquier otro eventual involucramiento procesal.
Sólo el testimonio de experiencias concretas vividas puede transmitir la
hondura de este impedimento ético. Imposible sería enumerar todas las
experiencias que me han llevado a esta ruptura ética, pero sólo describiendo
algunas de las que mayores impactos y traumas dejaron en mí, sería
comprensible mi posición.
En julio de 1993, una comunidad campesina del centro del departamento de
Bolívar me pidió intervenir para tratar de impedir una desaparición forzada.
Habían presenciado una mañana cómo patrullas del Ejército se llevaron a un
joven que trataba de embarcar dos toros en un bote y en la tarde lo vieron bajar
ensangrentado y semidesnudo, casi sin poder moverse, arrastrado por soldados
que se lo llevaron en una embarcación y no se volvió a tener noticia de él. La
impresión que me transmitió la comunidad fue que quizás habrían intentado
crucificarlo o lo habrían crucificado, pues sus manos y sus pies sangraban
abundantemente. La denuncia que remití a la ONU inmediatamente, sirvió para
que el Gobierno revelara su paradero, pero afirmando que su detención se
había producido de acuerdo con las normas legales del Estado colombiano y
que las heridas que tenía en su cuerpo se debían a circunstancias anteriores y
ajenas a su detención; que él había confesado ser guerrillero y que había sido
condenado a prisión por autoridades legítimas y en un proceso con todas las
garantías. La “verdad” que el Estado me estaba entregando a través de
instituciones en las que yo había confiado y con las cuales había colaborado con
honestidad, me parecía tan distante de la verdad de aquellos campesinos a
quienes había conocido directamente en una visita semanas antes, que decidí
hacerme a una copia del expediente e ir a buscar al preso en la cárcel de
Cartagena. Cuando yo le leía sus “declaraciones” él no salía de su asombro y
me aseguraba que se habían aprovechado porque era analfabeta, pero que él
jamás había dicho lo que allí estaba escrito. Las torturas fueron reales y le
introdujeron en las plantas de sus pies palos puntiagudos que lo dejaron con
grandes dificultades para caminar. Un médico había firmado una constancia
falsa y una abogada de oficio y una procuradora firmaron constancias de
haberlo asistido en el juicio sin haber estado jamás con él. Aquél fue un
encuentro con mecanismos perversos que atravesaban múltiples instituciones
que se habían concertado para destruir a un pobre campesino analfabeta que no
tenía cómo defenderse. Experimenté cómo se construyen falsas “verdades” que
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quedan consignadas incluso en las instancias de las Naciones Unidas. Estaba en
presencia de una mentira que trataba de ocultar un crimen horrendo y que era
avalada de consuno por numerosas instituciones del Estado: militares, policía
judicial, Medicina Legal, abogados defensores, procuradores, investigadores,
jueces, funcionarios de la Consejería Presidencial de Derechos Humanos,
Cancillería. Me pregunté si los oficiales de las Naciones Unidas le creerían al
Estado y si yo habría quedado estigmatizado como “mentiroso”. Pude
experimentar allí los costos de seguir los dictados de la conciencia; ello
implicaba enfrentarse con demasiadas instituciones y pagar costos altos que
lesionan la propia reputación.
Uno de los procesos en los que me involucré fuertemente, casi asumiendo el
papel de funcionario judicial, fue el del Carmen de Chucurí. En la Comisión
que yo coordinaba entonces, de Justicia y Paz, me correspondió recibir a
numerosos campesinos desplazados de ese municipio santandereano. Todos
relataban dramáticamente la triple alternativa a que eran sometidos: “o se
vincula al proyecto paramilitar, o abandona la región, o lo matamos”. Comandantes
de la base militar se paseaban por el pueblo en compañía de los líderes
paramilitares, cobrando juntos los impuestos para financiar el paramilitarismo.
De los buses bajaban a los insumisos para desaparecerlos y asesinarlos y en los
mismos carros de la Alcaldía se llevaban a quienes iban a matar para arrojarlos
en el remolino de una quebrada que se tragaba los muertos. Contabilizamos
centenares de víctimas fatales y millares de desplazados. Todo fue denunciado
con grandes esfuerzos de precisión y sistematización ante todas las instancias
de la justicia: Dirección de Instrucción Criminal, Procuraduría, Consejerías de la
Presidencia, y tras la nueva Constitución del 91: Fiscalía, Defensoría,
Vicepresidencia. La intensa interlocución con todas estas instituciones; la
gravedad extrema de la situación; la acogida que aparentemente se brindaba a
nuestras denuncias, todo nos hacía confiar en que la justicia iba a actuar y en
que el Estado iba a proteger a la población, a reparar los daños enormes que
había causado y a tomar medidas para que ese modelo paramilitar quedara
proscrito. Se nos pidió colaborar en la búsqueda de testigos que se atrevieran a
declarar y logramos convencer a muchos. Los funcionarios se desplazaban
hasta Bucaramanga para no hacer correr a las víctimas demasiados riesgos, y se
llenaron muchos cuadernos de pruebas testimoniales que hacían presagiar una
acción contundente de la justicia.
Con el tiempo, sin embargo, se fueron profundizando en mí serias dudas sobre
el mecanismo del testimonio. La gente declaraba y declaraba y pasaban los años
sin que se percibiera resultado alguno. Pronto comprendimos más bien que los
denunciantes pagaban altos precios y los denunciados permanecían incólumes.
Recuerdo a Don Juan de Dios Gómez quien pagó rápidamente sus denuncias
con la muerte, y a Don Octavio Sierra, a quien acompañé a rendir su testimonio
en Bogotá y a los pocos días tuve que deplorar, estremecido, su asesinato.
Recuerdo al Padre Bernardo Marín, el Párroco del pueblo, quien denunció con
valentía lo que estaba ocurriendo y el 4 de octubre de 1990 escapó
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milagrosamente a un atentado, en compañía del Personero, del más cercano
colaborador de la Parroquia y del Juez. Al escapar de la muerte fue entonces
judicializado mediante montajes infames y aconsejado por su Obispo partió
para el exilio donde murió.
Con todo, un proceso penal avanzaba dentro de la “Justicia Regional”, en
Cúcuta, que parecía prometer algunos resultados, pero al posesionarse el
primer Fiscal General, dentro de la nueva Constitución del 91, avocó a su
mismo despacho el proceso; puso en libertad a los dos o tres paramilitares
capturados hasta entonces; llamó a rendir versiones libres a todos los militares
imputados, con interrogatorios acondicionados para una preclusión que fue
inmediata, y luego llamó a un largo interrogatorio al suscrito, quien había
puesto el mayor número de denuncias. Desde la primera pregunta comprendí
que todo estaba dirigido a invalidar mis denuncias por no haber sido testigo
presencial en ninguno de los crímenes, y pude comprobar que al Fiscal no le
importaba en absoluto descubrir la autoría de los crímenes ni la identidad de las
víctimas sino sólo identificar a quienes habían puesto las denuncias. Yo me
negué a dar los nombres de los denunciantes porque tenía vivo en mi mente el
recuerdo de quienes ya habían pagado sus denuncias con la muerte y por ello
tuve que recibir un trato altanero y ultrajante por parte del Fiscal General.
Cuando una funcionaria judicial se atrevió a intentar la captura de algunos
paramilitares, los militares allí presentes protagonizaron una asonada y le
arrebataron a los detenidos, no siendo sancionados ellos sino la funcionaria que
intentó capturarlos con todas las formalidades legales. Todo mostraba que
confiar en la justicia no reportaba ninguna solución sino, por el contrario,
altísimos costos para los denunciantes. Militares, procuradores y periodistas se
confabularon entonces para estigmatizar ante la opinión pública a quienes
estábamos denunciando y contaron para ello con los grandes medios de
prestigio, tales como El Tiempo, La Prensa, la cadena radial RCN y otros, los
cuales destruyeron gratuitamente nuestra reputación sin reconocernos siquiera
el derecho de réplica. Cuando la Fiscalía, la Procuraduría, los medios y otras
instituciones fueron cerrando filas en solidaridad con militares y paramilitares,
el Comandante del Ejército me judicializó por “calumnia e injuria contra las
fuerzas armadas”. Me convertí, entonces, en “reo de la justicia” por atreverme a
buscar justicia. Al país entero se le vendió la “verdad” de que yo inventaba
fantasías sobre proyectos paramilitares avalados por el Ejército y confeccionaba
listados imaginarios de muertos, desaparecidos y desplazados. Hubo que
esperar trece años, para que al inaugurarse la zona de distensión de Santa Fe de
Ralito, en julio de 2004, los más altos comandantes del paramilitarismo
reconocieran públicamente, en sus discursos, que el proyecto paramilitar de El
Carmen de Chucurí había sido avalado por el Estado y que éste tenía que
reconocer la paternidad responsable del mismo.
El proceso de El Carmen de Chucurí fue denso en lecciones desmoralizantes. A
mí me quedó para siempre un profundo cuestionamiento sobre la validez del
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testimonio en nuestro régimen judicial. Todo nos fue mostrando que los
testimonios no producían efecto alguno de justicia, pero el fondo del problema
quedó al descubierto un día en que un grupo de cerca de 10 campesinos de la
zona cercana al Carmen se vino hasta Bogotá, acompañados por el mismo
Inspector de Policía, a denunciar la detención, torturas y asesinato cruel de un
poblador, por el consorcio militar – paramilitar. Traían, incluso, la cuerda
ensangrentada con que lo habían amarrado y arrastrado hasta un río. El
asistente directo del Fiscal General dedicó dos días a recibir los testimonios y al
final nos reunió a todos y nos dijo: sus testimonios son muy impresionantes pero,
por favor, no se hagan ilusiones; mañana los militares traerán un número igual de
testigos para afirmar que todo lo que ustedes dicen es falso, y los testimonios de ustedes
quedarán invalidados. Allí encontré la clave que he venido comprobando en lo
sucesivo: el testimonio es algo manipulable y por ello la gran mayoría de los
procesos buscan hoy día apoyarse en sólo testimonios. En el momento de la
evaluación, que en nuestro régimen otorga el más impresionante margen de
arbitrariedad al fallador, permite plegarse a las preferencias o intereses del
fiscal, del juez o del magistrado.
Pero el testimonio es un “medio probatorio”. Las decisiones se toman de frente
a fines, que son las opciones políticas de lo jueces. Nunca olvidaré la llamada de
atención del Fiscal General, un día en que, al margen de diligencias procesales,
tocamos el tema de El Carmen de Chucurí en su despacho: “hay que tener claro de
qué lado se está”, me dijo. No me quedó duda de que él estaba del lado de los
militares y de su proyecto paramilitar, y los mecanismos de la justicia,
fundamentalmente los testimonios, porque ningún otro medio probatorio fue
recurrido, eran simples medios manipulables al servicio de esa opción tomada
de antemano: “el lado del cual él está”.
Mientras me ocupaba en la búsqueda de justicia para las víctimas de El Carmen
de Chucurí y en los esfuerzos por detener tan horrendo baño de sangre, el
abogado Eduardo Umaña Mendoza me compartió algunos documentos que
revelaban muy claramente el funcionamiento de algunos organismos del
Estado. Entre las fotocopias que el Dr. Umaña Mendoza me suministró, se
encontraban las declaraciones rendidas en la Procuraduría por el Suboficial de
Inteligencia Militar Bernardo Alfonso Garzón Garzón, en las cuales ponía al
desnudo la preparación de muchos crímenes que fueron noticia nacional y
señalaba a sus autores, todos agentes del Estado. Dicho suboficial había
trabajado durante 20 años en el Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia
Charry Solano y él mismo había participado en la planeación de numerosos
crímenes. Sus declaraciones esclarecieron casos de desaparición forzada, como
la del universitario José Cuesta; de las militantes políticas Amparo Tordecilla y
Nydia Erika Bautista; de la militante del M-19 Irma Franco, sacada del Palacio
de Justicia el 7 de noviembre de 1985; del activista cristiano Antonio Hernández
Niño, entre otros. Lo que mayor credibilidad daba a su testimonio fue su aporte
decisivo para encontrar los restos mortales de Nydia Erika Bautista, en el
poblado de Guayabetal (Meta), en cuya recuperación se empeñó, con éxito, el
Dr. Umaña Mendoza. Una de las afirmaciones más impresionantes del
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Suboficial Garzón hacen perder toda fe en la labor de los organismos de
inteligencia del Estado: “Como trabajé en esa unidad sé que se puede fabricar toda
clase de pruebas, ardides o lo que se quiera en contra de una persona, a fin de hacer
aparecer lo que ellos quieran”. Las declaraciones rendidas por el Suboficial
Garzón en la Procuraduría los días 22 y 23 de enero de 1991, acompañadas de 8
páginas escritas a mano por él mismo, revelan la inutilidad del aparato de
justicia colombiano, toda vez que esa cantidad de crímenes permaneció y
permanece en absoluta impunidad. Cuando el Dr. Umaña me suministró esas
fotocopias donde se esclarecía el caso de una desaparecida del Palacio de
Justicia, yo ya había tenido otra experiencia al respecto, pues el 2 de agosto de
1989 yo le había entregado a la Viceprocuradora General de la Nación un
documento de 18 páginas del cual me había hecho depositario otro agente de
Inteligencia del Estado, Ricardo Gámez Mazuera, en el cual hacía revelaciones
escalofriantes sobre los hechos del Palacio de Justicia, particularmente sobre las
personas desaparecidas en dicho operativo, entre otros muchos crímenes, pero
cuando me enviaron la notificación de “archivo” del caso con copia de las
diligencias realizadas, ello me confirmó en la triste realidad de que los órganos
de control del Estado colombiano investigan a los denunciantes y no a los
denunciados, para llegar, rutinariamente, a consagrar la impunidad de los
crímenes. Posteriormente el Dr. Umaña Mendoza me comentó que algunas
declaraciones del Suboficial Garzón Garzón habían sido robadas de los
expedientes de la Procuraduría.
Otro de los casos que me demostró la perversidad con que la “justicia”
colombiana maneja la prueba testimonial, fue el caso de la masacre de Trujillo.
Este caso revive experiencias demasiado dolorosas y escalofriantes cuyo solo
recuerdo no puede dejar de estremecerme profundamente. Conocí muy de
cerca al Padre Tiberio Fernández, el Párroco de Trujillo que fue descuartizado, y
por ello cuando se produjeron las desapariciones y cuando víctimas y testigos
comenzaron a abandonar el pueblo y aún el país, pudimos tener información
abundante de primera mano. Como ya era rutinario en aquel tiempo, las
instituciones judiciales y disciplinarias del Estado acudían a nuestra Comisión
para que les suministráramos testigos, a los cuales nos prometían “proteger”.
Muchos años nos costó comprender la lógica interna de este medio probatorio y
la manipulación a que se nos sometía en perjuicio de las víctimas y de la misma
justicia. Solo la observación y el análisis retrospectivo de largo y profundo
alcance sobre la ausencia total de resultados, nos permitió hacer luz sobre esta
dinámica perversa de la impunidad.
Muchos familiares de víctimas de Trujillo fueron llamados a rendir
declaraciones por los jueces instructores, quienes jamás practicaron una sola
prueba técnica ni hicieron observaciones “in situ” ni investigaron las versiones
que eran “vox populi” en toda la región. Sabían perfectamente que ningún
testigo iba a decir nada sustancial porque la amenaza que recorría la zona se
aplicaba sin compasión: “el que abra la boca, al otro día estará flotando en las aguas
del Cauca”, y en ello se apoyaban para abrir y cerrar expedientes exiguos que
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sólo contenían la necropsia y el testimonio inútil de algún familiar. Así
justificaban su salario; se protegían contra eventuales represalias de los
victimarios y tenían una excusa perfecta para archivar los procesos y no meterse
en problemas con nadie: “no fue posible identificar a ningún culpable”, a pesar de
que todo el pueblo y la región conocía sus nombres y huían despavoridos
cuando aparecían por los caminos veredales las camionetas del F-2 de Tuluá o
del Batallón Palacé de Buga, porque una nueva desaparición era inminente. Con
tal manejo procesal, los funcionarios judiciales y disciplinarios se congraciaban
de paso con los victimarios, que estaban atrincherados en los organismos de
seguridad del Estado. A todas luces se practicaba una “justicia” fundada en el
sólo testimonio inútil de quienes procesalmente “nada vieron ni oyeron”. Sin
embargo, un día apareció un testigo que sí había visto y oído y cuyos
remordimientos le crearon necesidades apremiantes de declarar.
Lo que este paramilitar arrepentido, Daniel Arcila Cardona, reveló con lujo de
detalles, era aterrador. Nunca he podido olvidar aquella mañana en que él llegó
a mi oficina muy agitado. Se había enterado de que sus testimonios iban a ser
invalidados porque un dictamen de Medicina Legal lo declaraba “loco”. Salí
con él inmediatamente para la Procuraduría y solicité que se acudiera a
prestigiosos colegios de psiquiatras para que emitieran dictámenes alternativos.
Luego de muchas dudas sobre si ello era permitido, finalmente se ofició a la
Sociedad Colombiana de Psiquiatría solicitando una evaluación a fondo, pero
tardaron tanto en conceder la cita, que cuando lo hicieron ya Daniel había sido
también descuartizado por los mismos autores de la masacre, con un derroche
inconcebible de sevicia.
Los análisis retrospectivos de este proceso de Trujillo nos permiten concluir que
la recepción de testimonios inútiles constituía el eje de esa justicia/impunidad
ya rutinaria, pero que la aparición no calculada de un testigo útil hizo volcar
toda la labor probatoria a descalificar al testigo. En lugar de confrontar sus
revelaciones con los escasos datos de los testigos aterrorizados e inútiles y con
observaciones “in situ” y multitud de pruebas técnicas que pudieron
practicarse, los jueces y procuradores enviaron más bien al testigo a “exámenes
psiquiátricos” cuyos dictámenes serían después absolutamente invalidados por
comités de expertos dentro de la Comisión Trujillo propiciada por la OEA, pero
cuando esto se dio, ya el testigo había sido descuartizado y todas las sentencias
absolutorias de primera y segunda instancia estaban ejecutoriadas. La Juez 10
de Orden Público de la época, quien acumuló la mayoría de los ridículos
expedientes abiertos, recibió una noche la prueba reina, según se lo confesó
informalmente a un grupo de juristas de varias instituciones del Estado: le
habían llevado “dos bultos de cabezas sacadas del río Cauca”, lo que
corroboraba el testimonio de Daniel Arcila, pero la complicidad de todas las
instituciones con la impunidad hizo que ningún “jurista” de los presentes
judicializara su confesión ni urgiera a la justicia investigación alguna sobre el
paradero de esas cabezas. La juez nunca fue investigada y nadie jamás ha
sabido qué hizo con esas cabezas.
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Otro episodio que me confirmó la perversidad inconcebible con que actuaba la
“justicia” en el caso Trujillo, tuvo que ver con otro testimonio. Un colaborador
cercano del Padre Tiberio no quería abandonar el país sin aportar algo a la
investigación, pues así se lo exigía su conciencia. En ese momento no
conocíamos aún la aterradora maldad con que se conducía el proceso judicial y
acordamos algunas medidas de seguridad con la Procuraduría y la Dirección de
Instrucción Criminal, de modo que el testimonio fuera recogido. Fue muy
extraña la actitud del juez, quien suspendió dos días consecutivos la
declaración, pocos minutos después de iniciarla, pero luego de identificar
plenamente al testigo y de sondearlo informalmente sobre lo que podría
testimoniar. El segundo día, la madre del testigo fue secuestrada por los autores
de la masacre y prometieron matarla junto con el resto de la familia si el testigo
no renunciaba a continuar su declaración cuya primera página tenían
fotocopiada en sus manos. Ninguna duda quedaba: el juez le había transmitido
a los victimarios la copia de lo ya dicho y ellos se encargaron de neutralizar al
testigo mediante el terror. Inmediatamente puse esta situación en manos de las
más altas instancias judiciales y disciplinarias. Un fallo honesto sobre este
chantaje habría permitido incluso revisar, por parte de la Corte Suprema, las
absoluciones a los victimarios que habían sido inmediatas. Sin embargo, cinco
años después se me notificó que el caso había sido archivado “por
prescripción”. En los cinco años la única actividad procesal consistió en
llamarme a ratificar la queja. Ninguna otra diligencia había sido practicada
esperando la prescripción, para que la impunidad fuera total.
Las lecciones que las profundas miradas retrospectivas nos imponen
dolorosamente con el tiempo, son muy claras: justicia del “solo testimonio”
combinada con el uso perverso del testimonio; uso de los recursos de la
Prescripción y de la Cosa Juzgada para encerrar en cajas de acero las ignominias
de la injusticia.
Pero a veces la esperanza es tozuda y se aferra a pequeñas posibilidades de
aliviar sufrimientos que se vuelven insoportables. Cuando asistía a una de las
audiencias sobre el caso Trujillo en la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos, en Washington, me sorprendió la actitud del delegado del Gobierno
colombiano: reconocía que no tenía argumentos para defenderse; deploraba lo
horrendo de los sucesos y ofrecía la creación de una comisión no judicial que
estableciera la verdad de los hechos e hiciera recomendaciones. Con dudas
inevitables me comprometí de lleno a sacar adelante la propuesta y ante mis
ojos incrédulos la Comisión se creó y tuvo un desempeño fuera de lo común.
Luego de cuatro meses de intenso trabajo, las conclusiones eran contundentes, a
pesar de estar allí representadas siete instituciones del Gobierno y cinco del
Estado, incluyendo a las fuerzas militares y de policía. Se reconoció la culpa del
Estado colombiano, no solo porque agentes suyos participaron en los horrendos
crímenes sino porque sus jueces fallaron contra la realidad procesal y sus demás
autoridades faltaron a sus deberes. El Presidente Samper se comprometió
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públicamente a cumplir todas las recomendaciones que se hicieron y que fueron
“hechas suyas” por la CIDH. Catorce años después, sin embargo, ninguna
recomendación se ha cumplido y la impunidad continúa tan desafiante como en
el momento del horrendo genocidio.
Pero la perversidad con que se maneja la prueba testimonial en las instituciones
judiciales en Colombia no mira solamente a ocultar la responsabilidad en los
crímenes de los agentes del Estado o del Para/Estado y a garantizarles plena
inmunidad frente a la justicia, sino también a inventar falsos culpables; a
arruinar la libertad de innumerables inocentes; a desactivar grupos,
organizaciones o movimientos críticos, o simplemente a neutralizar o
aterrorizar a denunciantes o testigos, convirtiéndolos de acusadores en
acusados.
Como ejemplo de esto, nunca puedo olvidar la tragedia de un pobre campesino
a quien acogimos con su esposa y sus siete niños, en octubre de 1992, en el
albergue para desplazados que tuvimos en Barrancabermeja. Su vivienda y
otras dos, ubicadas en las cercanías del aeropuerto de Barrancabermeja, había
sido incinerada por el Ejército. Los soldados les dijeron que como no les habían
avisado que la guerrilla estaba cerca, permitiendo que se enfrentaran con ella,
debían ser cómplices y por eso les quemaban sus casas. A esos campesinos se
les llevaron además sus documentos de identidad y comenzaron a preguntar
por ellos en todos los retenes, anunciando que donde los encontraran los
matarían. De nada valieron nuestras denuncias y demandas de protección ante
la Procuraduría, pues nada se hizo.
Tres años después, este campesino se ubicó en un barrio miserable en los
suburbios de Barranca, donde pagaba un arriendo simbólico y logró
conseguirse una motocicleta vieja y accidentada que pagaba por cuotas de
hambre. Creía que después de tres años ya la persecución habría terminado. Sin
embargo, un día de febrero de 1995, al levantarse vio rodeado su rancho de
soldados quienes se lo llevaron retenido. En el camino hacia el Batallón Nueva
Granada, pudo presenciar los diálogos del Teniente con los soldados,
preguntándoles cómo iban a fabricar las pruebas contra él. Un soldado le
sugirió al Teniente que utilizara a dos presuntos guerrilleros que tenían
retenidos en el Batallón, pues necesitaban “colaborar con la justicia” para que
les rebajaran penas y era el momento de negociar con ellos para que acusaran a
este campesino. Las nueve “pruebas” que fabricaron eran tan burdas y
contenían tantas contradicciones e incoherencias que nadie se habría imaginado
que eso podría sustentarse.
La dura situación de la familia de este ex albergado nos conmovió y buscamos
un abogado que lo defendiera. El abogado, al examinar las pruebas, consideró
que su trabajo era demasiado fácil, pues los montajes eran tan burdos que no
tenían ningún asidero. Demostró ante el juzgado que esa moto, que los militares
afirmaban que se la había dado la guerrilla para sus actividades, había sido
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vendida por cuotas miserables, como lo demostraron los anteriores propietarios
que declararon con papeles en mano; sobre la escopeta hechiza de cacería que
tiene en su alcoba casi todo campesino y que los militares aseguraban que la
guerrilla se la había robado a una señora Carmen luego de asesinarla, se
demostró, por declaración de sus mismos hijos, que ella no había sido asesinada
sino que se había ahogado en el río; se demostró que los supuestos guerrilleros
negociadores de penas no habían podido ser escoltas de ningún comandante,
como ellos decían, porque en esas fechas solo podían tener entre 12 y 15 años y
además ellos se contradecían al identificarse unas veces como militantes del
ELN y otras veces como de las FARC; el mismo Gerente de Ecopetrol certificó
que supuestos atentados al oleoducto que se le atribuían a este campesino, no
habían ocurrido; el papel que los soldados le introdujeron a este campesino en
su camisa, con la dirección y el nombre de la dueña de una pizzería, para tratar
de probar que pretendía secuestrarla, se demostró por exámenes grafológicos
que no era suyo, como también se demostró que personas cuyo “secuestro” le
endilgaban, nunca fueron secuestradas. Todas las “pruebas” se derrumbaron
con una facilidad increíble, pero lo que no se derrumbó fue la sentencia
condenatoria, sustentada en “las reglas de la sana crítica” que fiscales y jueces
reivindican habitualmente para apoyar su libertad soberana en la evaluación de
las pruebas; “reglas” que jamás se explicitan ni se confrontan con las pruebas y
que se han convertido en una frase de cliché que suple la carencia de pruebas.
¿Cómo seguir creyendo en la justicia?
El montaje judicial, desafortunadamente, no constituye una conducta
excepcional, inusitada o extraordinaria en Colombia. Es mucho más “normal”
de lo que uno pueda imaginarse y así se demuestra en el libro “Libertad: rehén de
la “seguridad democrática”, trabajado sobre expedientes concretos y donde se
calcula que solo en los dos primeros años del Gobierno del Presidente Uribe
Vélez, se produjeron 6332 detenciones arbitrarias.
En una ocasión en que yo estaba en Cali, me enteré, gracias a la Defensoría del
Pueblo, de que en ese día (11 de octubre de 1995) se había producido el séptimo
allanamiento de la vivienda de un líder sindical muy reconocido y honesto. Al
día siguiente visité el barrio donde él vivía y conversé con muchos pobladores,
lo que me reveló que se habían cometido infinidad de arbitrariedades y hasta
torturas y pillajes por parte de la Policía, pero nadie tenía medios para
defenderse. Quise intervenir directamente en el caso del líder sindical, pues el
procedimiento me pareció tan aberrante, que me dejó una curiosidad profunda
sobre la manera como la “justicia” legitima semejantes aberraciones, que según
lo revelaban los pobladores, son mucho más rutinarias de lo que uno se puede
imaginar.
Al tener la oportunidad de leer el expediente, lo primero que me llamó la
atención fue que en el curso de una misma mañana el agente de la SIJINMECAL,
Henry Cabrera, hubiera rendido una declaración ante un fiscal;
hubiera solicitado el allanamiento; el fiscal hubiera redactado la resolución de
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allanamiento y el allanamiento se hubiera practicado. El agente Cabrera
afirmaba que en una llamada telefónica de una persona que no se identificó, se
denunció que en esa vivienda había armas de la guerrilla y “propaganda
subversiva”. Según el relato de los hechos, los policías llegaron sin orden
judicial de allanamiento y como la dueña de casa se negó a abrirles por no tener
orden de allanamiento, violentaron las puertas, escalaron la terraza, filmaron
cuanto había en la casa, insultaron a sus moradores por varias horas y
decomisaron: dos fólderes con denuncias de masacres; un video con la
denuncia de una desaparición forzada y fotografías de la familia. Hora y media
después llegó el Fiscal 115 con un Coronel de la Policía, llevando la “orden de
allanamiento”. El Coronel llamó al líder sindical, quien para ese momento ya
había llegado a su casa ocupada por la policía, y le preguntó si era cierto que él
militaba en la Unión Patriótica. Como el sindicalista le dijo que sí, el Coronel
dijo que esa era la prueba de que era “un subversivo”. Cuando redactaron el
acta de allanamiento, el dueño de casa pidió que quedara una constancia de los
atropellos sufridos, pero el Fiscal lo llamó aparte y le “aconsejó” que no exigiera
dejar esa constancia, pues el Coronel “lo podría empapelar”. No había duda de
que estábamos ante una “justicia” kafkiana y macondiana.
Todo el mundo me decía que poner una denuncia ante la Procuraduría de Cali
era lo más inútil, pues era totalmente ineficiente. Acudí entonces a la
Procuraduría Delegada para la Policía Judicial en Bogotá, pero el Doctor
Fernando González Carrizosa, quien tenía fama de eficiente, lo primero que
hizo fue remitir la denuncia a Cali, donde, al constatar que existía una
resolución de allanamiento y un acta de allanamiento, consideraron que el caso
se ajustaba a la ley y lo archivaron, dejando de lado todas las irregularidades
con que se confeccionaron esos documentos y además otras 8 conductas
criminales denunciadas allí mismo. La resolución de archivo fue apelada, pero
entonces el Dr. González Carrizosa resolvió esperarse a que se cumplieran los 6
meses previstos en el Código Disciplinario para archivar el caso “por
prescripción”.
Mi solicitud encarecida a los poderes disciplinarios apuntaba a que se
examinara lo aberrante que era que una llamada anónima, sin alguien que se
responsabilizara de la acusación, fuera la base de atentados tan graves a la
libertad de una persona y de una familia, y que al constituir el mismo
allanamiento la prueba más contundente de que la denuncia era falsa, lo que
además corroboraba que los otros siete allanamientos se fundaron en falsas
acusaciones, nadie respondiera por esos atentados a la libertad ni se viera
obligado a responder penalmente por ello ni a reparar los daños. El responsable
de tanta maldad venía siendo un fantasma anónimo que supuestamente se
expresaba al otro lado de un teléfono, en una “llamada” que muy
probablemente nunca existió, y que como fantasma inexistente no podía ser
tocado por la justicia pero sí tenía toda la credibilidad de policías, fiscales,
jueces y procuradores y el poder efectivo de dañar la vida, la libertad, los bienes
y la reputación de las personas honestas. En todo este procedimiento me
12
pareció absolutamente absurdo, aberrante y radicalmente anti-ético nuestro
sistema de “justicia” y de “control disciplinario” y todavía más aberrante e
inmoral al negarse a examinar semejantes aberraciones y cubrirlas tan
hipócritamente con el velo de la “prescripción”. Lamentablemente
procedimientos como ése los he visto repetirse infinidad de veces y la realidad
nos impone su carácter de “normalidad”.
Muchas veces me pregunté si todos los funcionarios judiciales eran tan
perversos, o si estos casos, con ser tan abundantes y repetirse en tantas zonas de
nuestra geografía y en tantos años de nuestra historia, tendrían, con todo, un
cierto carácter de excepcionalidad. En realidad conocí funcionarias y
funcionarios honestos en todo el proceso de El Carmen de Chucurí, de Trujillo,
del Magdalena Medio, pero sus esfuerzos fueron siempre inútiles y no pocos de
ellos estuvieron al borde de ser sancionados o expulsados o forzados a
renunciar y nuestra colaboración con ellos revirtió siempre en altos costos para
las víctimas y en una legitimación de la impunidad.
Uno de los casos en que las circunstancias me hicieron creer que la justicia
podría actuar, fue el caso del Meta. A diez años del genocidio de la Unión
Patriótica, el Comité Cívico del Meta había hecho un trabajo admirable de
recopilación de información y llegamos a tener un listado de 1033 víctimas,
distribuido por municipios y por fechas. Sin embargo, en ningún caso había
justicia; absolutamente todos los casos estaban en la impunidad total y ello no
se debía a falta de información o de testimonios, pues varios de los
paramilitares que trabajaban al servicio de Víctor Carranza habían hecho
confesiones aterradoras sobre su estructura criminal, pero todo esto, recogido
en el Proceso 019 que a su vez acumulaba otros 18 procesos por crímenes
horrendos y colectivos, había concluido en sentencia absolutoria, para lo cual la
Juez Cuarta de Orden Público de Villavicencio, Marcela Fernández, tuvo que
llegar a extremos inconcebibles como el de absolver a los sicarios de los
crímenes que ellos mismos confesaron porque le pareció “increíble” que los
hubieran cometido. Cuando casi todo el Comité Cívico de Derechos Humanos
tuvo que abandonar Villavicencio por amenazas de muerte, estuvimos
presentándole los informes a altos funcionarios del Gobierno, de la Fiscalía y de
la Procuraduría y vimos la posibilidad de crear una Comisión-Meta, esta vez
para tratar de responder a la pregunta: ¿por qué la justicia no opera en el Meta?
Necesitábamos la participación intensa de Fiscalía y Procuraduría para poder
acceder a los expedientes e identificar los cuellos de botella que estaban
impidiendo que la justicia tuviera algún desempeño frente a más de mil
crímenes. Fiscalía y Procuraduría se comprometieron solemnemente a cumplir
su papel. Se instaló con gran despliegue publicitario la Comisión Meta y el
Embajador de Alemania se constituyó en Veedor.
Pocos días después de la ceremonia, cuando era necesario comenzar las visitas a
los municipios para entrevistar a todas las autoridades y en las cuales los
13
delegados de Fiscalía y Procuraduría tenían un papel de primer orden que
cumplir, todo el mundo llegaba al aeropuerto excepto los delegados de Fiscalía
y Procuraduría. Al mismo tiempo, el Gobierno de Samper comenzó a poner la
existencia de tal Comisión que no funcionaba, como pantalla para defenderse
frente a la comunidad internacional que le reclamaba por la impunidad en el
Meta, en las sesiones de las Naciones Unidas. Esto produjo la renuncia de todos
los integrantes no estatales de la Comisión, para no seguir siendo utilizados de
una manera tan deshonesta por el Gobierno. La impunidad continuó absoluta y
los restantes miembros del Comité Cívico del Meta fueron asesinados
implacablemente, unos en Bogotá y otros en Villavicencio, sin que sobre esos
crímenes hubiera tampoco justicia.
En los días en que nuestra esperanza sobre el desempeño de la Comisión Meta
estaba en su más alto nivel de optimismo, visité repetidas veces al Vicefiscal
General de la Nación en compañía del abogado Josué Giraldo Cardona,
Presidente del Comité Cívico del Meta, asesinado el 13 de octubre de 1996.
Todo parecía anunciar que la hora de la justicia había llegado. Pero un día, uno
de esos pocos funcionarios que brillan por su rectitud, había descubierto uno de
los tapones que impedían cualquier desempeño de la justicia en el Meta: reunió
testimonios contundentes de que los más altos jefes de la Fiscalía en el Meta (de
la Seccional, de la Regional y del CTI) se reunían frecuentemente con Víctor
Carranza, el jefe del paramilitarismo en la zona y quien dirigía las estructuras
criminales que habían exterminado centenares de vidas en la región, para tomar
whiskey y celebrar grandes banquetes. El resultado fue que dicho funcionario
fue destituido fulminantemente una vez presentó las pruebas a la alta cúpula de
la Fiscalía. Decidimos, entonces, con el abogado Josué Giraldo, visitar
nuevamente al Vicefiscal General y expresarle nuestra extrañeza por destituir al
primer funcionario que se atrevía a destapar la corrupción de la justicia en el
Meta. El Fiscal nos respondió que no nos metiéramos en los problemas internos
de la Fiscalía. Hasta allí llegaron nuestras esperanzas. El asesinato de Josué,
pocos días después, sepultaría más profundamente nuestras expectativas de
justicia.
Hoy día, cuando tantos abogados y personas honestas de la Costa Caribe
aseguran que los fiscales y jueces de la mayoría de los departamentos de la
Costa han banqueteado periódicamente, en los últimos años, con el líder
paramilitar “Jorge-40” (o con sus posteriores comisionados) quien les pide
cuentas y traza las directrices fundamentales de la administración de justicia en
la Costa, ya no hay quien crea en la Fiscalía para solicitar investigaciones serias
sobre semejantes aberraciones, y aunque se decretara formalmente una
investigación, ya nadie creería en ella.
Se dice que “la esperanza es lo último que se pierde” pero su capacidad de
resistencia tampoco es infinita. Sin embargo, muchas veces más me he
empeñado en poner a prueba la justicia y en ensayar una y otra vez los
mecanismos previstos en nuestro ordenamiento legal por si acaso alguna vez
14
funcionan, o por lo menos los intentos me sirven de constancias históricas sobre
su no funcionamiento. En los últimos años, por fuerza de las circunstancias y de
las misiones apostólicas que se me han encomendado, he seguido más de cerca
los centenares de crímenes de lesa humanidad que se han perpetrado en la zona
de Urabá y en el norte del Chocó.
En los comienzos de marzo de 1997, estaba yo en Turbo coordinando la
instalación de un equipo de religiosas, religiosos y laicos de la Comisión de
Justicia y Paz que iba a acompañar a los miles de desplazados de la región, y
justo en esos días llegaron al Coliseo de Turbo otros varios millares de
desplazados que venían de más de 30 comunidades de las riberas del Cacarica y
de otros afluentes del Atrato. Escuchar a aquella gente durante varios días nos
reveló los horrores de la “Operación Génesis” comandada por el General Rito
Alejo Del Río, entonces comandante de la XVII Brigada, pero en la cual
participaron también centenares de paramilitares. Es difícil imaginarse que
tanta crueldad sea posible y que una violación tan masiva de tantos derechos
humanos pueda concebirse en un Estado que dice fundarse en la Constitución
del 91.
No solo nos impresionaron los bombardeos de poblaciones civiles; la unidad de
acción audaz y confesa de militares y paramilitares; el desprecio y negación de
la vida humana y de todo derecho humano individual y colectivo; el
arrasamiento de caseríos, muchos de los cuales fueron incinerados; la
inhumanidad tan aterradora del desplazamiento masivo, mucho más cruel
cuando se trata de millares de personas que tienen que sumar al terror la
carencia total de medios para satisfacer sus necesidades básicas. Hubo actos de
crueldad tan horrendos que la humanidad solo los ha registrado bajo las más
inhumanas tiranías, como la decapitación y descuartizamiento de Marino López
Mena el 27 de febrero del 97 en el caserío de Bijao-Cacarica, llegando los
militares y paramilitares hasta a jugar fútbol con su cabeza. El General Del Río,
quien dirigía toda esta operación militar – paramilitar denominada “Génesis”,
contaba con el aval entusiasta y el apoyo personal y amistoso del entonces
Gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, luego Presidente de la
República, lo que me explica las garantías que el Estado le ha brindado de
impunidad total.
El primer intento de defensa jurídica de toda esta población desplazada fueron
57 Acciones de Tutela, interpuestas por jefes de hogar. La justificación de ese
recurso no podía ser más evidente. Sin embargo los diversos juzgados y
tribunales que debieron fallar en primera o segunda instancia, echaron mano de
todos los caminos imaginables de evasión para exonerar al Presidente y a los
altos mandos militares de sus responsabilidades: unos se ampararon en falta de
competencia territorial; otros alegaron que la tutela no estaba prevista para
proteger derechos colectivos, como ignorando que todos la habían recurrido
para proteger sus derechos individuales como cabezas de hogar; otros negaban
los hechos sin esfuerzo alguno por verificarlos, y finalmente, el Tribunal
15
Superior de Antioquia, que acumuló fallos de segunda instancia, decidió
ignorar todas las declaraciones que otros jueces habían recibido sobre el
desarrollo de los hechos y apoyarse en la lectura que hacían los magistrados
desde sus escritorios de funcionarios alejados enormemente de la realidad real
y desde sus opciones ideológicas y políticas afectas al poder de turno, alegando
que el desplazamiento se produce, en Colombia, por “luchas fratricidas entre
grupos al margen de la ley”. Yo quedé estupefacto al comprobar que todo un
tribunal fundaba su fallo, no en hechos absolutamente comprobables, sino en
sus opiniones personales sobre el conflicto, que no resistían ninguna
confrontación con la realidad. Me volví a preguntar qué papel juega en la
“justicia” colombiana la verdad vivida y sufrida por las víctimas. Tenía que
aceptar el veredicto de los fallos que respondía de manera contundente: esa
verdad es la gran ausente.
Lo que se vivió en el Bajo Atrato y en el Urabá antioqueño a partir de 1997 fue
aterrador. El General Del Río consolidó una unidad de acción entre la Brigada
XVII y amplios bloques paramilitares de la región, cuyo efecto se fue midiendo
en centenares de crímenes de lesa humanidad, tales como ejecuciones
extrajudiciales, torturas, desapariciones forzadas, desplazamientos forzados,
bombardeos contra población civil, abusos sexuales, pillajes, destrucción de
bienes de sobrevivencia elemental de las poblaciones, detenciones arbitrarias,
montajes judiciales, instalación de bases paramilitares en coordinación con las
militares y policiales a la vista de todo el mundo. Pero ni siquiera las denuncias
del segundo al mando en la Brigada, el Coronel Carlos Alfonso Velásquez, ni
las de la Alcaldesa de Apartadó, La Doctora Gloria Cuartas, produjeron
medidas correctivas; sólo fueron alimentando un expediente que se fue
ampliando con denuncias de soldados y ex soldados, comerciantes y
empresarios de la zona y paramilitares arrepentidos. Como Secretario Ejecutivo
de Justicia y Paz inicié una serie de denuncias y constancias ante todas las
autoridades sobre lo que estaba ocurriendo y mis sucesores en la Comisión
continuaron registrando minuciosamente los hechos y dejando constancias ante
todas las autoridades, pero todo continuaba degradándose y ninguna acción
judicial o disciplinaria era emprendida.
En junio de 2001 decidí presentar a la Fiscalía un listado de 207 crímenes de lesa
humanidad perpetrados en comunidades de la zona. Ante una respuesta
bastante evasiva de la Fiscalía, que solo envió un listado de radicados de
“preliminares”, muchas de ellas archivadas, en agosto de 2001 decidí solicitar al
fiscal que conocía del proceso contra el General Del Río (Rad. 426) una
investigación formal por más de 200 crímenes que eran de su responsabilidad y
que debían ser investigados y sancionados de acuerdo a los parámetros del
Derecho Internacional, pues revelaban conductas sistemáticas que se ajustaban
a los tipos penales definidos por la comunidad internacional como Crímenes de
Lesa Humanidad. Con el fin de urgir la aplicación de justicia frente a tanta
barbarie, solicité se me reconociera como Parte Civil en el proceso, en calidad de
Actor Popular, como lo contempla el Código de Procedimiento Penal.
16
Esta fue una de las experiencias que mayor conocimiento directo me han dado
sobre la podredumbre de nuestra “justicia”. A pesar de toda la repugnancia que
sentía en participar como Sujeto Procesal en un procedimiento cuyos
antecedentes y contextos evidenciaban falta de voluntad de justicia;
acumulación de actos de encubrimiento e inmunidad a favor de los criminales
por parte de todas las instancias del poder; abundancia de actitudes afectadas
por la mala fe y la complicidad, sin embargo, teniendo en cuenta el terror que
paralizaba a todas las víctimas, decidí hacerlo en su representación, afectado
como estaba moralmente por tantos crímenes que destruyeron a diestra y
siniestra infinidad de vidas y valores humanos. Como era de esperarse, el Fiscal
General Luis Camilo Osorio y su Delegado ante la Corte Suprema, el Dr.
Guillermo Mendoza Diago, me negaron reiteradamente ese derecho;
desconocieron todos los parámetros del derecho internacional que debían
aplicarse y además ocultaron toda la información solicitada vía Derechos de
Petición, que la legislación interna no permite ocultar. Por ello decidí acudir a la
Acción de Tutela, también negada por la Corte Suprema pero fallada
positivamente por la Corte Constitucional en su Sentencia T-249/2003, dándole
al Fiscal 48 horas de plazo para posesionarme como Parte Civil en calidad de
Actor Popular en nombre de la Humanidad.
A pesar de que el proceso contra el General Del Río estaba ya cercano a sus
términos para fallo, pude conocer numerosas pruebas; solicitar el traslado de
otras pruebas de otros procesos y la práctica de muchas otras que nunca se
realizaron. Era evidente que el Fiscal Osorio, desde su posesión, la cual fue
seguida de su primera decisión de anular todo lo actuado por los fiscales
anteriores en dicho proceso y de reconducir el mismo asignándolo a su mismo
despacho, había orientado todo a la preclusión: impidió que se investigara a
dicho general retirado por delitos diferentes al “concierto para delinquir” (por
conformación de grupos paramilitares) dejando de lado el enorme cúmulo de
crímenes de lesa humanidad que sus tropas habían perpetrado en unidad de
acción con los paramilitares en numerosas comunidades; señaló como
diligencias fundamentales que debían practicarse las versiones libres de un
grupo de subalternos del mismo General Del Río, versiones que a todas luces
correspondían a un libreto uniformemente preparado y concertado, lleno de
falsedades; se negó a trasladar y a practicar numerosas pruebas que se le
solicitaron y a verificar multitud de denuncias muy graves que allí obraban,
como bases paramilitares de grandes proporciones instaladas al lado de bases
militares; placas de carros y números telefónicos; testimonios de ex soldados y
ex policías, como el del ex jefe de la Sijin de la zona; testimonios de empresarios
y comerciantes, uno de los cuales comprometía gravísimamente al ex
Gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez, luego Presidente de la
República.
Dicho expediente, a la vez que destapó mediante testimonios muy valerosos y
contundentes multitud de crímenes oficiales, evidenció, esta vez con una gran
17
audacia, la voluntad de cubrir con la impunidad a numerosos y altos agentes
del Estado. Ni una sola prueba técnica, ni una sola inspección “in situ” fueron
practicadas, ni un solo asesinato investigado como tampoco los otros
numerosos crímenes de lesa humanidad. El Fiscal parecía entender el concierto
para delinquir como la constitución formal de una empresa, de manera
completamente ajena a su quehacer criminal que es el que le da entidad y
especificidad a ese tipo penal. También se impidió que los numerosos altos
oficiales de ejército y policía, así como funcionarios de administraciones
departamentales y municipales, fiscales, jueces y magistrados que se
concertaron para desproteger a las víctimas y encubrir a los victimarios, fueran
vinculados al proceso, a pesar de haber sido denunciados muchos de ellos por
testigos que fundaron sus denuncias con fotocopias de oficios, como lo hizo el
Capitán Cárdenas, quien ofició como encargado de la Sijin de Urabá durante las
comandancias de los generales Del Río y Carreño en la Brigada XVII y quien
señaló con nombres propios y actos de corrupción fechados y situados, a
numerosos comandantes y a otros altos funcionarios.
Capítulo especial merece uno de los testigos más valerosos de este proceso, el
ex soldado Oswaldo Giraldo Yepes, quien estuvo vinculado al Ejército como
soldado profesional en las brigadas 11, 17, 13 y 4, descubriendo en todas ellas
una unidad de acción con grupos paramilitares, lo que lo llevó a solicitar
cambios de unidad y finalmente su retiro del Ejército. En sus declaraciones
denunció crímenes horrendos y una práctica conocida entre los militares como
“legalización” de muertos, consistente en asesinar a civiles y luego vestirlos de
camuflado, ponerles armas en sus manos y hacerlas disparar, para presentarlos
como muertos en combate. Una vez retirado del Ejército fue cercado por
paramilitares y policías en su pueblo, Yarumal, para que trabajara con ellos,
pero como no pudieron cooptarlo, lo judicializaron repetidas veces; sin
embargo, él denunció en numerosas declaraciones ante Fiscalía y Procuraduría
lo que había presenciado, siendo vinculado por la Fiscalía al proceso contra el
General Del Río por “concierto para delinquir”, pues de sus declaraciones
inferían que él había participado en todos esos crímenes, lo que él negó
persistentemente. Terminó siendo el único procesado, mientras todos los
denunciados fueron exonerados por el Fiscal General Osorio. El abogado del
General Del Río lo presionó por diversas formas para que se retractara,
mientras él y su familia eran sometidos a continuas amenazas de muerte.
Lograda su retractación formal, un año después lo dejaron en libertad y fue
cercado por paramilitares que vivían en la Hacienda La Carolina, propiedad del
Presidente Uribe Vélez, ubicada en el corregimiento de Los Llanos de Cuivá,
del municipio de Santa Rosa de Osos; estos le exigían trabajar con ellos y le
ofrecían un salario. Al no poderlo cooptar, lo asesinaron el 2 de abril de 2005,
sin que la Fiscalía haya querido esclarecer el crimen a la luz de todos los
antecedentes.
El proceso contra el General Del Río, en el cual actué como Parte Civil en
calidad de Actor Popular en nombre de la Humanidad, me mostró
18
contundentemente la podredumbre de nuestra “justicia”. Pocas semanas antes
de cerrarse la investigación, denuncié con mi abogado 150 irregularidades del
proceso, quedando estupefacto por la arbitrariedad y carencia de bases jurídicas
con que toda petición que no favoreciera la preclusión era rechazada. Era
evidente que el proceso era conducido a la preclusión arrasando con el Derecho
y con todos los derechos de las víctimas. 68 organizaciones se pronunciaron
públicamente el 2 de abril de 2004 para rechazar ese fallo enérgicamente como
algo que ofendía todos los principios jurídicos, éticos y humanitarios que la
humanidad ha conquistado durante siglos. Cuál no sería mi asombro, que me
confirmaría una vez más el colapso ético de la Fiscalía, cuando el Fiscal General
Iguarán designó como Vicefiscal General de la Nación al Dr. Mendoza Diago,
quien había conducido el Proceso 5767 a favor del General Del Río, proceso que
bien pudiera señalarse como uno de los monumentos más escandalosos a la
impunidad y a la corrupción que el país ha conocido en su historia. Igual
escándalo sufrí cuando fue designado como Director de Fiscalías de Justicia y
Paz, el Dr. Luis González León, quien había bloqueado, desde la Dirección
Nacional de Fiscalías, la investigación sobre 300 crímenes de lesa humanidad
contra la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, acumulando prevaricato
sobre prevaricato, delitos que también la “justicia” se negó a investigar.
En esa coyuntura en que se afianzaban mis reservas éticas frente a los
procedimientos de la Fiscalía, cayó en mis manos el documento de la
prestigiosa entidad internacional defensora de los derechos humanos HUMAN
RIGHTS WATCH, la cual, en su estudio titulado “UN GIRO ERRÓNEO”,
ilustraba lo que se estaba viviendo en la Fiscalía bajo la dirección del Fiscal
General Luis Camilo Osorio. Dicho documento recoge testimonios de 16 ex
fiscales y fiscales y de otros funcionarios de la justicia: “Más de una docena de ex
funcionarios y funcionarios judiciales en servicio activo dijeron a HRW que las
actuaciones y las declaraciones del Fiscal General Osorio habían dejado en claro que no
serían bien recibidos los esfuerzos por pedir cuentas a altos oficiales militares acusados
de abusos a los derechos humanos”. “Según las palabras de un fiscal, el mensaje que ha
transmitido su oficina es “bajar el perfil de los casos relacionados con actividades
paramilitares”, o, en palabras de otro, “no se metan con los militares””. El documento
añade que en los primeros 15 meses del Fiscal Osorio fueron despedidos 9
fiscales que se ocupaban de casos de derechos humanos y otros 15 fueron
forzados a renunciar.
Otro elemento que reforzó mis reservas éticas frente a la Fiscalía fue el caso del
técnico del CTI, Richard Maok Riaño, cuyo documento de denuncia pude tener
en mis manos. El 17 de septiembre de 2002, Richard Maok Riaño, quien había
trabajado durante 2 años y 4 meses en la Fiscalía como asistente administrativo
grado III en el CTI (1999 a 2002), presentó un informe que demostraba la
existencia de 54 interconexiones entre números telefónicos de empleados de la
Fiscalía y líderes paramilitares de diversas regiones del país. También descubrió
conexiones entre paramilitares y miembros del Ejército, de la Policía, del DAS y
del Parlamento. El Fiscal lo destituyó, hizo allanar su casa y lo sometió a
investigaciones, cuando se enteró de sus descubrimientos. Cuando dicho
19
investigador se vio asediado por amenazas de toda índole, tuvo que salir del
país. Pero las actuaciones concretas de la Fiscalía concuerdan con estos
hallazgos. La exoneración de líderes paramilitares y de grandes promotores del
paramilitarismo, como Carranza, el ex Ministro Carlos A. Marulanda, los
generales Del Río, Millán, Uscátegui; la no apertura de investigaciones en
numerosísimos casos que involucran a militares y paramilitares. Por el
contrario, la facilidad y arbitrariedad con que se abren procesos contra líderes
populares con testimonios montados.
Todo esto muestra que la Fiscalía mantiene una fachada falsa ante el país:
afirma ceñirse a los principios constitucionales que la diseñan como entidad
independiente que actúa según los principios universales de administración de
justicia y falla en derecho, pero en la cruda realidad no es así. Su “verdad” no es
construida sobre la base de parámetros elementales de imparcialidad e
independencia sino en dependencia de intereses de poderes muy fuertes,
políticos y sociales. Esto plantea un profundo y enorme problema ético para
quienes se ven involucrados, activa o pasivamente, en los procesos.
En todas mis relaciones con la “justicia” colombiana he visto que la actividad
probatoria se funda casi exclusivamente en el testimonio. Pero la manera como
se construye y se administra el testimonio es lo más repugnante e inadmisible
desde el punto de vista ético. Nunca se me olvida un episodio vivido en
Barrancabermeja hace muchos años: cuando yo salía del Batallón Nueva
Granada de denunciar atropellos contra el Albergue para los desplazados,
encontré una larga fila de jóvenes muy pobres. Mi curiosidad me llevó a
preguntarles a algunos qué estaban esperando allí y me respondieron que
querían “negociar informaciones”. A la radical repugnancia moral que eso me
causó, se sumó un sentimiento de tristeza y de indignación al constatar cómo se
explota la miseria de nuestra gente para convertirla en “informantes” y
“denunciantes” de sus propios vecinos. ¿Quién puede confiar en esas
“verdades” así construidas y negociadas como mercancías? Esto es un
envilecimiento inconcebible de la verdad; su desnaturalización total. Es,
además, una política de destrucción, en niveles muy profundos, de la
conciencia moral de las personas y de la sociedad. Se ha visto por la televisión a
generales del Ejército y de la Policía entregándole fajos enormes de billetes a
supuestos “informantes” encapuchados. El 8 de octubre de 2002 algunos
medios informaron que en dos meses la Policía había entregado 186.000
millones en “recompensas” (El Nuevo Siglo, 08.10.02, pg. 11 A). Días después
corrigieron diciendo que eran 186 millones, que no es poco. Se vio al Presidente
Uribe Vélez, al día siguiente de su posesión, inaugurando la “red de
informantes” del Cesar, supuestamente compuesta por 1220 informantes; allí
anunció como “cuota inicial” del millón de informantes que prometió en su
campaña, comenzar con 100.000, los cuales tendrían un salario de 309.000,oo
mensuales. La Ministra de Defensa descartó por el momento darles armas, pues
recordó que las CONVIVIR mientras existieron consumían 31.800 millones
anuales en armas, fuera de los gastos de comunicación, capacitación y
20
personales. Esa inauguración dio pié para que la Policía revelara y le hiciera
publicidad a los “Frentes de Seguridad” que había venido promoviendo desde
los años 90: en Bogotá habría 6.667 frentes con 70.129 personas y en Medellín
694 (1134 en el Valle de Aburrá). ¿Puede alguien con un mínimo de conciencia
ética, colaborar con una institución judicial que construye así su “verdad”?
Pero uno de los casos que me ha revelado de una forma más persistente y
sistemática y durante un período más prolongado el colapso ético de la
administración de justicia en Colombia, es la actitud de la “justicia” frente a la
Comunidad de Paz de San José de Apartadó. He seguido de cerca durante 10
años esa falta de justicia; esa impunidad desafiante; esa complicidad con el
crimen; ese encubrimiento y protección a infinidad de victimarios; esa
descomposición moral del aparato judicial. Los centenares de hechos que
revelan sin pudor alguno el colapso ético de la “justicia”, combinan la
impunidad desafiante con que se protege la criminalidad de los agentes del
Estado y de sus auxiliares paramilitares, con el montaje judicial mediante el
cual se pretende mantener bajo el terror a quienes persisten en identificarse
como defensores del proyecto de Comunidad de Paz.
En la memoria siempre viva de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó
pesan aún con fuerza los hechos aterradores que el Ejército perpetró el 12 de
julio de 1977 en la vereda Mulatos, allí mismo donde tuvo lugar la masacre del
21 de febrero de 2005. Ocho pobladores fueron sacados de sus viviendas a las
5:00 a.m., amarrados a los árboles, torturados durante 8 días y luego asesinados.
La población se desplazó para denunciar a los 16 soldados de la base militar de
La Maporita (Chigorodó, Antioquia), precursora de la Brigada 17, quienes bajo
la comandancia del Teniente Gualdrón y de los cabos Cruz y Peñalosa,
perpetraron la masacre. Una comisión judicial subió a la zona y tomó
declaraciones a los pobladores sobrevivientes prometiendo pronta justicia, la
cual no ha llegado luego de 30 años.
La arremetida violenta del Ejército y los paramilitares en respuesta a la
conformación de la Comunidad de Paz desde 1996-97, en la cual se han
sacrificado más de 180 vidas (20 de ellas destruidas por la guerrilla y las demás
por agentes directos o indirectos del Estado) ha estado acompañada de
numerosas promesas de justicia. Sin embargo, los diez años transcurridos bajo
un intenso sucederse de agresiones que a todas luces constituyen Crímenes de
Lesa Humanidad, han ido deteriorando progresivamente la credibilidad de la
justicia colombiana hasta llegar a la convicción de que ésta ha colapsado en su
dimensión ética y sus niveles de corrupción ya no le permiten actuar con
legitimidad. En efecto, a pesar de que más de 700 agresiones criminales han
sido denunciadas ante todas las instancias del Estado y de la comunidad
internacional, no hay una sola de ellas en la cual el poder judicial pueda
mostrar resultado alguno. Frente a este hecho de bulto todo el mundo se
pregunta dónde está la clave de la impunidad. No está ciertamente en la
carencia de denuncias, ya que las más de 700 agresiones se han denunciado con
21
detalles y pistas que a cualquier investigador honesto le permitiría identificar a
los victimarios. Tampoco está en la falta de testimonios, pues más de 120
integrantes de la comunidad y de la población de la zona han rendido
declaraciones y varios de ellos han pagado con su vida por haber declarado o
han sido forzados a desplazarse.
La observación de muchos casos permite detectar mecanismos que explican la
impunidad sistémica: los funcionarios judiciales deben demostrar que realizan
alguna actividad procesal, de la cual depende su desempeño laboral
remunerado, pero esa actividad busca evadir al máximo los riesgos, los cuales
se descargan en todo su peso sobre las mismas víctimas, al exigir siempre a
éstas o a sus familias rendir testimonios sin importar el riesgo que corran y
aportar informaciones a las que sólo un funcionario judicial podría acceder.
Pero si bien los testimonios abultan los expedientes, en la hora de su evaluación
son desechados, en ocasiones con niveles absurdos de arbitrariedad. La carencia
de pruebas técnicas, de inspecciones “in situ”, de investigación sobre contextos
y conexidades, de búsqueda de testimonios en el campo de los victimarios al
abrigo de obediencias e intereses de ascensos, etc., todo esto hace que el
principio del “sólo testimonio” haga naufragar cualquier resultado, gracias a la
vulnerabilidad intrínseca del testimonio, que permite desecharlo o manipularlo
con la mayor facilidad, para poder exhibir trabajo procesal sin molestar a las
instituciones ni a las personas incursas en los crímenes. En otras palabras, la
estrategia del “sólo testimonio” permite que toda la actividad procesal se
someta, en último término, a las consignas políticas recibidas que definen de
antemano las absoluciones y las condenas; a las inclinaciones ideológicas de los
agentes judiciales o a las presiones del alto Gobierno que configuran la
corrupción profunda del aparato judicial.
La Comunidad de Paz de San José de Apartadó, a diferencia de otras
numerosas comunidades victimizadas del país, ha hecho esfuerzos
extraordinarios de búsqueda de justicia y de colaboración con la justicia. Uno de
los principios de su Declaración constitutiva reza: “Los miembros de la Comunidad
de Paz de San José de Apartadó se comprometen a la no injusticia e impunidad de los
hechos”. (Art. 3, Parágrafo 1, e.). Pero por ello mismo no se contentan con
gestiones ineficaces. En julio de 2000, luego de la horrenda masacre de los seis
líderes de la vereda La Unión, se solicitó crear una “Comisión de Impulso a las
Investigaciones”, la cual fue conformada por la Fiscalía, la Procuraduría y la
Defensoría, con el acompañamiento de la Oficina de la ONU en Colombia, pero
tampoco produjo resultado alguno y todo muestra que nunca sesionó. En julio
de 2004, bajo el liderazgo de Luis Eduardo Guerra (víctima de la masacre del 21
de febrero de 2005) la Comunidad presentó la propuesta de una Comisión de
Evaluación de la Justicia, con el fin de que expertos nacionales e internacionales
examinaran a fondo las causas que impiden que la justicia produzca algún
resultado frente a los crímenes perpetrados contra la Comunidad de Paz. Dicha
propuesta se presentó de manera reiterativa en las reuniones
interinstitucionales de seguimiento a las Medidas Provisionales de la Corte
22
Interamericana de Derechos Humanos, pero la Fiscalía se opuso siempre a su
conformación.
El 12 de noviembre de 2003 le presenté al Fiscal General de la Nación una
denuncia formal sobre más de 300 crímenes de lesa humanidad de que ha sido
víctima la Comunidad de San José, solicitándole una investigación pronta e
imparcial y ajustada a los parámetros del derecho internacional. El Fiscal Luis
Camilo Osorio, no solo prevaricó repetidas veces dejando vencer todos los
términos procesales, una y otra vez, sin abrir siquiera una investigación
preliminar, sino que, en abierta violación a la Constitución, se negó a responder
todos los Derechos de Petición que se le formularon para pedirle explicaciones
por tal comportamiento ilegal. Se solicitó su enjuiciamiento por parte de la
Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, pero ello también
fue inútil dado que allí no se dan las mínimas condiciones de imparcialidad
para procesar a un alto funcionario de la cuerda del régimen y hay, además, un
grado de corrupción extrema en ese organismo. No puedo olvidar la
repugnancia que me causó el hecho de que mientras yo rendía mi declaración
ratificatoria, el presidente de la Comisión de Acusaciones dormía
profundamente y los demás miembros, como también el abogado del Fiscal
General, permanecían en la cafetería del Congreso. Era evidente que las pruebas
y argumentos [que se presentaban en la sala de audiencias] no les importaban
lo más mínimo; lo que realmente importaba era la negociación política que tiene
lugar en la cafetería.
Es difícil encontrar una comunidad de víctimas que haya hecho tantos
esfuerzos para obtener justicia, pero en esa misma búsqueda se ha ido
revelando la profundidad de la crisis ética del poder judicial. Con plena
legitimidad, frente a la masacre del 21 de febrero de 2005, la Comunidad
prefirió que el caso fuera avocado por tribunales internacionales y se ha negado
a rendir más testimonios, que sólo llevan a disimular y legitimar una
impunidad sistémica y a sacrificar más vidas de testigos.
En 1997 no pudo ser más clara la falta de voluntad de la Fiscalía y de la
Procuraduría para someter a la justicia crímenes tan graves que se estaban
perpetrando allí. En efecto, durante todo el año estuvo instalado un retén
permanente de paramilitares sobre la vía que de Apartadó conduce a San José, a
menos de 5 minutos de la base militar del barrio Policarpa de Apartadó, siendo
allí desaparecidos y asesinados numerosos pobladores y teniendo que sufrir los
demás un robo permanente de sus medios de subsistencia. Todas las
autoridades fueron informadas minuciosamente de lo que allí ocurría,
comenzando por el Presidente de la República y sus ministros, los órganos de
control de Estado y las autoridades locales y departamentales, pero nadie,
absolutamente nadie, quiso actuar, a pesar de las súplicas que se repitieron
durante todo el año y que se intensificaban con ocasión de cada crimen.
Tampoco ninguna instancia penal ni disciplinaria del Estado ha enjuiciado a las
autoridades judiciales, disciplinarias y administrativas de entonces por su
23
evidente complicidad en los crímenes, existiendo pruebas de las súplicas que se
negaron a atender.
Pero a la impunidad hay que sumar una campaña permanente de
estigmantización de la Comunidad de Paz. En repetidas ocasiones (mayo 27 de
2004 y marzo 20 de 2005) el Presidente Uribe ha lanzado acusaciones públicas
contra la Comunidad de Paz de San José que faltan gravemente a la verdad.
Inútil ha sido también solicitarle a la Comisión de Acusaciones de la Cámara
que lo investigue y lo acuse por delito de calumnia e infamia tal como lo
preceptúa la Corte Constitucional en su Sentencia T-1191/04, pues no se dan las
mínimas condiciones de imparcialidad para que ello ocurra y no hay otra vía
legal posible para que él responda ante la justicia. Pero los efectos de sus
calumnias y de sus infamias tienen consecuencias fatales para la Comunidad y
la población de la zona.
Muchas personas residentes en Apartadó se han acercado a integrantes de la
Comunidad de Paz de San José para comentarles que el ambiente de
estigmatización contra la Comunidad de Paz y la población de la zona es en
extremo generalizado. Periodistas y locutores, autoridades municipales,
miembros de la fuerza pública y del poder judicial difunden intensa y
constantemente una imagen de la Comunidad de Paz como implicada en la
insurgencia y todo el mundo termina creyendo en esas “verdades” de consumo
masivo cuya intencionalidad es a todas luces perversa y criminal.
El 12 de febrero de 2003 la Agencia de Noticias del Ejército colocó en su página
de internet: www.ejército.mil.co, un comunicado en el cual se afirma que en la
vereda Caracolí de Apartadó, “fueron capturados once terroristas de la cuadrilla
‘Otoniel Alvarez’ de las FARC en momentos en que transportaban explosivos y
municiones”. Muy pronto se pudo comprobar que se trataba de un montaje y así
lo testimonió una persona que pudo conversar con algunos paramilitares que
participaron en dicho montaje junto con el Ejército, ante la oficina del Alto
Comisionado de Derechos Humanos de la ONU en Bogotá. Ejército y
paramilitares habían planeado asesinar a dos líderes de la Comunidad de Paz
cuando el vehículo que iban a tomar estuviera saliendo de Apartadó. Para
“justificar” el crimen, habían colocado una caja con explosivos dentro del
vehículo, de modo que la “investigación” posterior los pudiera hacer aparecer
como “guerrilleros”. Como fue intensa la presencia sospechosa de militares y
paramilitares en la Terminal del Transporte, con visible interés sobre el vehículo
en el que iban a viajar los líderes, el mismo conductor decidió salir antes de
tiempo y esto frustró el asesinato, pues los paramilitares aún no había llegado al
sitio acordado para el crimen cuando el vehículo pasó por allí, pero se le pidió a
una patrulla del Ejército que estaba más arriba, sobre la misma carretera, que
detuviera el vehículo y descubriera la caja de explosivos para poder judicializar
a todos los pasajeros. El comunicado infamante de la Brigada se publicó esa
misma tarde y ha permanecido varios años en su página web, a pesar de que el
24
Gobierno le informa periódicamente a la Corte Interamericana que ya está
retirado.
El montaje del 12 de febrero de 2003 no puede desligarse del chantaje a que fue
sometido un joven de la Comunidad de Paz cinco días antes. En efecto, entre los
numerosos casos de falsas acusaciones y chantajes que han sufrido miembros
de la Comunidad y pobladores de la zona, está el de Lubián Tuberquia, el cual
fue conocido mediante testimonio vivo y directo por funcionarios de los
ministerios del Interior, de Defensa, de Relaciones Exteriores, por la
Vicepresidencia, la Fiscalía, la Procuraduría, la Defensoría, la Oficina de las
Naciones Unidas y varias Embajadas. A Lubián lo quisieron obligar el 7 de
febrero de 2003 a declarar en la Fiscalía de Apartadó que los líderes de la
Comunidad de Paz eran guerrilleros, y si no lo hacía, lo acusarían a él mismo de
ser miliciano, con el apoyo de testigos falsos. A pesar de haber acudido a todas
las instancias, la “justicia” colombiana no hizo absolutamente nada para
investigar el montaje, ni para proteger a la víctima ni para someter a examen
comportamientos tan criminales de toda una brigada militar. El hecho se ha
repetido numerosas veces en los retenes, donde primero se acusa a los
campesinos de ser “guerrilleros” y minutos después, cuando han logrado
impactarlos psicológicamente con el temor que produce la perspectiva de
montajes exitosos, les hacen todo tipo de ofertas derivadas de las políticas
oficiales de “reinserción”, a condición de que acepten acusar a los líderes de la
Comunidad de ser guerrilleros. Algunos jóvenes han cedido a los halagos
económicos y de poder que les ofrece la Brigada 17 y hoy día conforman un
grupo de supuestos “desertores de la guerrilla” que apoyan los planes de
estigmatización que el Ejército ha diseñado contra la Comunidad de Paz; se
movilizan ilegalmente armados y uniformados por el territorio; participan en
amenazas, torturas, detenciones ilegales y montajes y rinden falsos testimonios
remunerados en fiscalías y juzgados. En las últimas semanas (enero y febrero de
2009) se ha reeditado dicha estrategia criminal contra uno de los líderes de la
Comunidad que fue miembro durante un período del Consejo Interno: el
Coronel Germán Rojas Díaz, Comandante del Batallón Voltígeros, a través de
una serie de hostigamientos, le ha dejado claro a Reinaldo Aleiza que si no se
presta para ayudar a destruir la Comunidad de Paz, será judicializado como
“financista del Frente 58 de las FARC” y como “narcotraficante”. La
perversidad de este chantaje, fundado en acusaciones absolutamente falsas,
salta la vista, y el haberlo puesto en conocimiento de todas las autoridades sólo
ha producido la intensificación de las amenazas contra su vida.
El montaje del 12 de febrero de 2003 leído a la luz del chantaje a que fue
sometido Lubián Tuberquia pocos días antes, ponía al descubierto que el plan
de exterminio de los líderes y de la Comunidad comenzaba a ejecutarse. Por eso
el 25 de febrero de 2003 interpuse una Acción de Tutela en favor del derecho a
la vida y otros derechos fundamentales de 12 miembros de la Comunidad
cuyos nombres habían sido mencionados en los interrogatorios o en los planes
de exterminio de la Brigada. Fue otra experiencia nefasta sobre nuestra falsa
25
“justicia”. La Corte Suprema remitió el caso a un juzgado de reparto de
Apartadó, correpondiéndole al juez segundo Penal, Nicolás Alberto Molina
Atehortúa, quien no solo violó todos los términos, pues tardó más de 80 días en
resolver el caso cuando la Constitución prescribe que “en ningún caso” puede
tardar más de 10 días (Art. 86), sino que se negó a tutelar los derechos más
fundamentales, al ignorar -o pretender ignorar- que una Acción de Tutela no
puede confundirse con un proceso penal o disciplinario. Más grave aún es que
los magistrados del Tribunal Superior de Antioquia: Sonia Gil Molina, Jaime
Nanclares Vélez y Yacira Elena Palacio, hayan confirmado dicha sentencia que
dejaba en la desprotección total a personas tan contundentemente amenazadas,
apoyándose en una misma “ignorancia” real o ficticia de la más elemental
especificidad de la Acción Constitucional de Tutela. Peor aún, el Fiscal
Guillermo León Valencia Cossio se negó a sancionar al juez Molina Atehortúa,
conceptuando que había respetado los términos legales al fallar dicha Tutela e
incluso el Consejo Superior de la Judicatura se negó a sancionar al juez y a los
magistrados, luego de que la Corte Constitucional, en su Sentencia T-327/04 les
hizo ver que ignoraban la esencia misma de la Acción de Tutela. En varios
documentos pregunté si creían que mantener a ese juez, a esos magistrados y a
ese fiscal en sus puestos, contribuía a proteger los derechos fundamentales de
los colombianos o más bien a mantenerlos en alto riesgo, pero nunca obtuve
respuesta.
Sólo la Corte Constitucional en su Sentencia T-327/04 salió en defensa de los
derechos fundamentales de los miembros de la Comunidad, pero sus decisiones
muy concretas fueron violadas y desconocidas siempre, a pesar de que la Corte
Interamericana de Derechos Humanos le ha reclamado al Gobierno
reiterativamente que las acate.
El seguimiento, a través de una década, del desempeño de la “justicia” frente a
la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, me ha mostrado muy
nítidamente los trasfondos de una administración de justicia que se ha
desnaturalizado por completo, al perder y desconocer de manera atrevida las
cualidades en las cuales se fundamenta la legitimidad de cualquier aparato de
justicia: la imparcialidad, la independencia y la rectitud. El desconocimiento de
estos principios produce, por un lado, una impunidad desafiante que favorece a
todos los responsables de los crímenes de lesa humanidad y que se niega a
someter a examen las prácticas institucionales y para-institucionales que se
revelan como sistemáticas y como raíz de una criminalidad sistémica; y por otro
lado, una práctica permanente de montajes judiciales que miran a criminalizar a
la Comunidad de Paz, a sus líderes y a la población de la zona, para
estigmatizarla ante el país y para justificar el proceso de exterminio progresivo
a que la han sometido.
En efecto, numerosos pobladores de San José han sido detenidos por el ejército
ilegal y arbitrariamente y jamás el poder judicial ha corregido ni reparado esos
actos a todas luces ilegales. En las constancias que se han puesto en manos del
26
Presidente y de los organismos de control del Estado, se han reseñado más de
75 detenciones arbitrarias, sin contar los casos de desaparición forzada.
Muchas veces la práctica de la detención ilegal y arbitraria ha ido acompañada
del crimen de Tortura. Entre el 12 y el 27 de febrero de 2004 el Coronel Néstor
Iván Duque, Comandante del Batallón Bejarano Muñoz de la XVII Brigada,
sometió a torturas al menos a 5 integrantes de la Comunidad de San José,
quienes fueron puestos en libertad posteriormente por recursos de Habeas
corpus pero la “justicia” ni siquiera ha investigado al Coronel Duque por un
crimen que el derecho internacional considera “de Lesa Humanidad”. En los
meses posteriores varios campesinos más fueron torturados por sus tropas en
las veredas. Han sido puestos en conocimiento de todas las autoridades 45
casos de tortura, sin contar los numerosos casos de amenazas y
desplazamientos, pero jamás nuestra falsa “justicia” ha hecho nada frente a ello,
a pesar de que el Estado colombiano suscribió y ratificó la Convención
Internacional contra la Tortura.
Muchos campesinos de la zona han sido víctimas de acusaciones falsas;
sometidos a montajes judiciales; reseñados, fotografiados y ultrajados en los
retenes militares y paramilitares que se alternan en los caminos, y sus viviendas
y mercados saqueados y sometidos al robo y al pillaje por los agentes del
Estado.
La toma de fotografías en los retenes militares se ha vuelto una práctica común
y cuando los pobladores preguntan cuál es el objetivo, los militares dan muchas
respuestas contradictorias, pero quienes han sido llevados ilegalmente a las
instalaciones de la Brigada XVII, han comprobado que esas fotografías
constituyen la materia prima de los montajes. Allí les muestran álbumes con
centenares de fotos y los presionan para que acusen a uno u otro poblador de
“ser guerrillero”. El solo señalamiento de la foto, bajo presiones y torturas, ya lo
toman como una “prueba judicial” contra la víctima.
Muchas veredas son sometidas al pillaje en las incursiones militares. Una de las
más victimizadas ha sido la vereda Mulatos, donde repetidas veces han
quemado cultivos, destruido viviendas, robado animales, dinero, herramientas
y enseres. Al Presidente Uribe se le ha pedido insistentemente obligar al ejército
a que devuelva 10 animales de carga robados por los militares el 24 de agosto
de 2004 en la vereda Mulatos, dado que ello representa una verdadera ruina
para la pobrísima economía de esos campesinos que ahora no tienen cómo sacar
a vender sus escasos productos. Nuestra falsa “justicia” calla y no hace nada
ante tantos horrores.
Varios integrantes de la Comunidad, al ser detenidos ilegalmente en la Brigada
XVII, han comprobado la presencia ilegal en esas dependencias de paramilitares
reclutados de esa forma en el territorio de San José. Wilmar Durango, antes de
ser asesinado por el mismo Ejército el 23 de diciembre de 2005, afirmó
27
públicamente muchas veces que le pagaban 600.000 pesos mensuales por
declarar y decir lo que los militares le dijeran que había que decir en las fiscalías
(todas ellas al servicio de la Brigada). Samuel Tuberquia ha sido utilizado por el
Coronel Duque para lanzar falsas acusaciones en presencia de sus mismas
víctimas. A Gloria Tuberquia la obligaron a firmar y declarar numerosas
falsedades bajo el chantaje de quitarle a su niña de 9 meses, luego de
mantenerla detenida ilegalmente en la Brigada por varios meses y de hacer el
montaje de su “desmovilización”, lo que ella aceptó sólo para impedir que le
quitaran a su niña. Todo esto ha sido conocido por nuestra falsa “justicia” y por
la Procuraduría sin que hayan hecho nada para investigar y sancionar tales
horrores ni para impedir que tales horrores continúen practicándose
rutinariamente.
En ningún caso de estos, la “justicia” colombiana ha mostrado resultado
alguno. Jamás ha protegido ni reparado a ninguna de estas víctimas, ni ha
corregido comportamientos sistemáticos tan criminales, ni ha sometido a
examen las prácticas institucionales que se han revelado como sistemáticas y
rutinarias por más de una década, a pesar de que la comunidad internacional
ha reclamado constantemente ese examen y esas sanciones.
La masacre perpetrada por el ejército en las veredas Mulatos y La Resbalosa el
21 de febrero de 2005, fue otra ocasión en que se reveló con plena nitidez la falsa
justicia del Estado y sus perversos mecanismos. Una vez consumado el crimen,
y quizás bajo el impacto de la fuerte reacción internacional, tanto el Ministerio
de Defensa como la Vicepresidencia de la República y las instancias judiciales,
se apresuraron a negar la participación del Ejército en el crimen y a
confeccionar una falsa versión de los hechos.
El Ministro de Defensa y los altos mandos militares afirmaron que sus tropas
estaban a dos días de camino del lugar de los hechos, cuando se pudo
demostrar su presencia en numerosas veredas aledañas a los escenarios del
crimen. Intentaron probar su no presencia mediante los documentos “Insitop”
que registran la ubicación diaria de las tropas, pero tal recurso sólo sirvió para
revelar a las claras que tales registros mienten, puesto que centenares de
pobladores sufrieron la presencia de las tropas en lugares diferentes a los
registrados en los “Insitop”. Los desarrollos del Proceso 2138 de la UNFDH
sobre dicha masacre, han ido dejando claro, a través de las confesiones de los
militares implicados, que los informes sobre ubicación de las tropas eran
falsificados desde su misma fuente, pues los militares encargados daban datos
falsos sobre su ubicación. Ese mismo proceso ha ido dejando en claro que las
jerarquías militares han aprendido a redactar las órdenes de operaciones con
extremo cuidado, de modo que todo se ajuste a las normas legales, reservando
las directrices ilegales y criminales para ser transmitidas de manera oral y
secreta; de esta manera se concertó la unidad de acción, en dicha masacre, entre
las tropas de la Brigada XVII y los destacamentos paramilitares del frente
“Héroes de Tolová”, que actuaban bajo la dirección del comandante paramilitar
28
alias “Don Berna”. Cuando los textos escritos se ajustan a las normas legales
encubriendo las directrices que se transmiten oral y clandestinamente, los
militares y demás funcionarios del Estado exigen que los procesos
investigativos se circunscriban a las pruebas escritas. Al quedar todas estas
tácticas descubiertas a plena luz, también arrojan luz sobre otros muchos casos
en que se sospechaba que los documentos aportados por la Brigada eran falsos,
acomodados o alterados “ex post facto”, como fueron, por ejemplo, los
numerosos documentos aportados al proceso del General Del Río, que no
concordaban en absoluto con los testimonios referidos a los hechos reales y
concretos.
El Director de Fiscalías de Antioquia, Francisco Javier Galvis, se apresuró a
declarar por las cadenas radiales que la comunidad victimizada era afecta a la
guerrilla y que su territorio era un sitio de “veraneo” de las Farc. No contento
con ello, acusó al líder histórico de la Comunidad, Luis Eduardo Guerra,
sacrificado en esa masacre, de dedicarse a fabricar artefactos explosivos, uno de
los cuales habría explotado en su propia casa el pasado mes de agosto y luego
se habría acusado al ejército de la explosión. Tal cúmulo de falsedades ni
siquiera concordaba con las investigaciones adelantadas por la misma Fiscalía,
pues estaba ya suficientemente probado que el artefacto que explotó en la casa
de Luis Eduardo Guerra en el mes de agosto de 2004 había sido dejado por el
Ejército en un cultivo de la Comunidad de Paz y guardado allí luego de que los
militares del retén le aseguraron al Defensor del Pueblo que eso “no era
peligroso” y no quisieron ir a recibirlo; los militares aseguraban que tal
artefacto se utilizaba sólo para producir humo con el fin de ubicar a los pilotos
sobre el sitio en que estaban las tropas. Es difícil creer que un Director Seccional
de Fiscalías ignore la dirección de las investigaciones de su misma institución,
pero ante todo es inadmisible que difunda tales falsedades ante los medios
masivos de “información” en momentos en que una Comunidad ha sufrido una
masacre tan horrenda. ¿Cómo no pensar que buscaba proteger a los culpables y
que lo hacía justamente estigmatizando a las víctimas mediante falsedades para
cuya confección y difusión él era el menos indicado? La falsa “imparcialidad” e
“independencia” de la justicia, así como su perversión interna, no podían
quedar más al desnudo.
Pero simultáneamente el Ministerio de Defensa y la Vicepresidencia se
apresuraron a confeccionar una versión falsa sobre la masacre, con el fin de
aplacar la protesta internacional que fue muy intensa. Se valieron de un falso
“reinsertado”, que en realidad era un pobre poblador de la vereda Las Nieves,
de San José de Apartadó, quien había sido torturado en marzo de 2004 ; luego
sometido a un montaje judicial, a chantajes y a un proceso de quiebre de su
conciencia moral, y se encontraba desde entonces bajo el poder de sus
victimarios. Yo había conocido a esta víctima, Elkin Darío Tuberquia, luego de
su detención arbitraria el 12 de marzo de 2004, cuando me relató personalmente
las torturas a que fue sometido por el Coronel Néstor Iván Duque y otro militar
a quien llamaban “Mi Primero Esteban”. Según aquel testimonio, relatado en
29
un ambiente de absoluta espontaneidad creado por él mismo, el Coronel le
retorcía el cuello de la camisa hasta casi ahorcarlo; lo levantaba del piso desde el
cuello retorcido y desde el cabello dándole golpes en la cabeza contra un muro
y patadas en el estómago. Luego de molerlo a golpes llegó con un celular en
mano y le dijo que si no “confesaba” lo entregaría a paramilitares que estaban
ya esperando en la puerta para asesinarlo. Le advirtió que tenía 10 personas
listas para acusarlo (otros jóvenes que habían cedido a las presiones para hacer
acusaciones falsas bajo amenazas o sobornos y que ahora actuaban como
“testigos” judiciales). Cuando llegó el Defensor del Pueblo, el Coronel le dijo
que Elkin estaba “colaborando voluntariamente con el ejército”. Luego de
relatarle historias falsas sobre los líderes de la Comunidad y sobre el cultivo y
comercialización del cacao, que según el Coronel es “para la guerrilla”, el
Coronel le exigió a Elkin que se declarara guerrillero y que declarara que en San
José se mantiene presente la guerrilla; si no lo hacía, los paramilitares lo
matarían en la puerta, o en caso de que fuera a la cárcel, en la cárcel lo matarán.
Elkin explicaba que él había colaborado con la guerrilla doce años antes y que
ya había pagado tres años de cárcel por ello, pero que hacía tiempo no estaba
con la guerrilla, lo que fue corroborado por otro de los paramilitares que asisten
al Coronel Duque. Luego llegó “Mi Primero Esteban” con una cámara de video
y le dijo que se parara frente a ella y se declarara guerrillero. Cuando Elkin
repitió su historia real, el oficial “Esteban” y el Coronel Duque comentaron que
no iba a haber más remedio que entregárselo a los paramilitares para que lo
mataran. En varias conversaciones que tuve con Elkin posteriormente, él me
transmitió los enormes sufrimientos que había tenido en años anteriores a causa
de persecuciones completamente arbitrarias por parte del Ejército, que lo
habían dejado en la ruina económica, lo habían obligado a desplazarse en
condiciones de terror y de miseria y le hacían preguntarse con angustia sobre el
futuro de sus niños, de su esposa y de su hogar; de hecho la vereda Las Nieves
donde él vivía, ya estaba completamente despoblada a causa de ese terror.
Elkin quedaría en libertad pocos días después, gracias a un recurso de Habeas
corpus presentado por la Defensoría del Pueblo, pero fue detenido por segunda
vez el 22 de diciembre de 2004.
Cuando me enteré de que existía contra él una segunda orden de captura,
busqué una copia del expediente para entender por qué se ensañaban tanto
contra una persona que ya había pagado prisión por sus colaboraciones con la
guerrilla en el pasado y que no podía ser calificada actualmente como miliciano
a no ser por esos afanes de abultar números de “reinsertados” con que el
Gobierno presiona a sus unidades militares. El expediente, analizado en detalle,
revelaba un sucio montaje judicial: tanto a Elkin como al otro que fue capturado
y torturado con él, Apolinar Guerra, les habían hecho firmar un acta de
aceptación de cargos sin que ellos entendieran lo que estaban haciendo con
ellos. Se les informó que tenían una abogada de la Defensoría, la cual no los
asistió y sin embargo firmó el acta. Con una rapidez excepcional, fueron
condenados y se expidieron nuevas órdenes de captura para cumplir una
“sentencia anticipada” que supuestamente ellos habían aceptado “libremente”.
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Ambos me aseguraron que no habían visto a la abogada en ninguna diligencia y
que no entendieron lo que estaban firmando. Con la misma rapidez fuera de lo
común, el Tribunal Superior de Antioquia ratificó la sentencia condenatoria, sin
hacer caso de las denuncias de tortura, las que desecharon con la mayor de las
arbitrariedades, basándose exclusivamente en su propia sensación que les decía
que eran falsas, sin ordenar siquiera una mínima investigación sobre su
objetividad, a pesar de constituir un crimen de lesa humanidad y estar
ratificado por el Defensor del Pueblo. Luego de la segunda captura, que violó
flagrantemente lo preceptuado por la Corte Constitucional (Sentencia T-
327/04) que prohibía llevarlos a la Brigada, el paradero de Elkin fue un
misterio. Ni a través de la Defensoría, ni del Ministerio del Interior, ni de la
Procuraduría, fue posible que le permitieran el acceso a un abogado. Varias
semanas después se dijo que “se había reinsertado” y que estaba “colaborando
con el ejército”. Desde la base de las convicciones morales que me daban las
charlas sostenidas con él en un ambiente de absoluta espontaneidad que
permitió referirse a posiciones morales muy profundas ante la realidad que lo
destruía, yo llegué a la conclusión de que había sido sometido a procedimientos
psíquicos que lograron un quiebre de su conciencia moral.
Pocas semanas después tuvo lugar la masacre de las veredas Mulatos y La
Resbalosa, y cuál no sería mi sorpresa dolorosa al escuchar por los medios
masivos de comunicación que Elkin Tuberquia, a quien se presentaba como un
“reinsertado de las FARC”, desmentía nuestras denuncias sobre la
responsabilidad del Ejército en la masacre y acusaba de la misma a las FARC.
Escuché por radio su “versión” y la leí en los comunicados que el Ministerio de
Defensa y la Vicepresidencia divulgaron profusamente en aquellos días. En
dicha versión se atrevía a presentar a Luis Eduardo Guerra, el líder histórico de
la Comunidad de Paz que fue sacrificado allí, así como a otras de las víctimas,
como militantes de la guerrilla que habrían decidido “reinsertarse” y para ello
se habrían comunicado telefónicamente con él para que les ayudara en ese
proceso; la guerrilla se habría enterado de esa decisión y por eso los habría
asesinado. Cualquiera que conociera mínimamente a Luis Eduardo y a las
demás víctimas podía entender a cabalidad, inmediatamente, que quien estaba
afirmando tales cosas era un loco o estaba sometido a un chantaje extremo en
que se jugaba su vida, pero como la gran masa de población de Colombia y del
mundo no conocía a las víctimas ni tenía otro elemento de juicio para recibir
tales versiones al menos con sospecha, la opinión pública fue asaltada esta vez
con una perversidad descomunal, difícil de imaginar. Ya no me quedaba la
menor duda de que Elkin había sufrido un profundo “lavado de cerebro”; que
era un títere en manos de sus torturadores y que su conciencia moral había sido
absolutamente quebrada y alienada.
El 25 de mayo de 2005 la Comisión Segunda Constitucional de la Cámara de
Representantes citó a un segundo debate sobre la masacre perpetrada en San
José de Apartadó el 21 de febrero del mismo año. En esa ocasión la obscenidad
de la mentira desbordó todos sus límites cuando el General retirado Jaime
31
Alberto Canal, miembro de esa comisión parlamentaria, al asumir la defensa
del Ejército recurrió a cuatro falsos testigos, uno de los cuales era Elkin
Tuberquia. El cúmulo de falsedades que el mismo ex General fue capaz de
pronunciar, sumadas a las pronunciadas sin recato alguno por los cuatro falsos
testigos que se presentaron como “reinsertados de las FARC”, ya desconocían
todo pudor en las afrentas a la verdad. En los escasos minutos que me
concedieron, expuse a grandes rasgos el montaje judicial del que había sido
víctima Elkin Tuberquia e informé sobre mis reiteradas peticiones al Presidente
de la República de que Elkin fuera entregado a una entidad humanitaria
internacional de alta credibilidad para que tuviera acceso a abogados y
psicólogos, saliendo del cerco de alienación en que lo mantenían aún sus
victimarios. Una proposición en tal sentido fue aprobada inmediatamente por
la Comisión Segunda de la Cámara, con la directriz de gestionar la entrega
antes de finalizar dicha sesión, proposición que no fue cumplida. Elkin
continuó en una dependencia total de sus victimarios y fue a engrosar las filas
de los paramilitares que ilegalmente se movilizan con las tropas de la Brigada
XVII. El caso de Apolinar Guerra, el otro poblador que fue torturado junto con
Elkin Tuberquia por el Coronel Duque y sometido al mismo montaje judicial, es
aún más preocupante, puesto que ya en varias ocasiones los militares lo han
utilizado como torturador de niños de la Comunidad de Paz. Un proceso
psíquico excesivamente perverso tiene que haberse ejecutado para convertir a
un torturado en torturador. Le he solicitado reiteradamente al Presidente de la
República que permita una investigación de expertos sobre este caso, sin
obtener respuesta alguna.
Pero la perversidad de nuestra falsa “justicia” llega a tales extremos, que en la
misma sesión de la Comisión Segunda de la Cámara de Representantes, el 25 de
mayo de 2005, el General Carlos Alberto Ospina, Comandante General de las
Fuerzas Militares, declaró que el Coronel Duque, autor de tantas torturas y
chantajes, ya había sido absuelto por la Procuraduría General de la Nación de
los cargos de tortura, gracias a la retractación de sus mismos acusadores que
fueron sus víctimas. Ningún comentario alcanzaría a calificar tan aterradores
niveles de perversión.
El 28 de febrero de 2007, gracias a un Derecho de Petición interpuesto meses
antes, se obtuvo respuesta de la Procuraduría Provincial de Apartadó para
conocer el expediente disciplinario 045-06869/04, dentro del cual se decretó el
archivo de las diligencias que investigaban la conducta del CORONEL
NÉSTOR IVÁN DUQUE LÓPEZ, quien había torturado a varios pobladores de
la zona de San José de Apartadó, entre otras muchas conductas punibles. En
efecto, allí se comprueba que el Procurador Provincial ORLANDO ALBERTO
TIRADO GONZÁLEZ ordenó el archivo definitivo de las investigaciones el 15
de febrero de 2005. Impresiona, al leer el expediente, que la conducción del
proceso la hace prácticamente el mismo Coronel Duque, quien por medio de
oficios le va diciendo al Procurador qué documentos debe tener en cuenta; a
32
quiénes debe entrevistar o solicitar declaraciones y qué piezas debe anexar; la
actividad del Procurador se limita a hacer el resumen de las piezas procesales
entregadas, conducidas y controladas por el Coronel, en las cuales fundamenta
su conclusión de “desvirtuar las conductas que se le endilgan” para archivar el
caso y “limpiar” su hoja de vida. Las piezas centrales del expediente son las
retractaciones de dos torturados: ELKIN DARÍO TUBERQUIA TUBERQUIA y
APOLINAR GUERRA GEORGE, quienes rinden declaraciones en la misma
Brigada XVII (los días 13 y 20 de enero de 2005); ambos manifiestan que las
denuncias de torturas a que fueron sometidos eran “falsas”. Para quienes
recibimos sus denuncias y las de sus familias en marzo de 2004 y pudimos
precisar con las mismas víctimas los detalles de las brutales torturas, que luego
fueron relatadas minuciosamente al Defensor Regional del Pueblo por ellos
mismos, considerando el Defensor que ameritaba interponer el recurso legal de
Habeas Corpus, como en efecto lo hizo, estas retractaciones están revelando
métodos en extremo perversos de funcionamiento de la justicia y de la acción
disciplinaria. Estas víctimas, como se denunció en detalle en otras ocasiones,
fueron posteriormente cooptadas por el Ejército para trabajar como
paramilitares y los han asociado a la comisión de múltiples crímenes. Hay, con
toda evidencia, una transformación de sus conciencias y una destrucción de sus
principios morales, lo que los ha llevado, no solo a mentir en forma tan
flagrante como lo hacen en este expediente, sino a urdir otros muchos montajes
en favor del Ejército y en contra de la Comunidad de Paz, y a participar en
operativos criminales, incluso en algunos en que se ha practicado la tortura.
Queda también en evidencia un modelo de investigación disciplinaria que
desconoce sus principios más elementales de independencia e imparcialidad y
donde el Procurador se limita a seguir las instrucciones del victimario para
“limpiar” su hoja de vida. El derrumbe ético de este tipo de instituciones que
deberían proteger a los ciudadanos de agresiones tan criminales del Estado, no
puede ser más evidente. Sin embargo, lo que se construye con tanta perversidad
se puede derrumbar muy pronto. Apolinar Guerra, luego de haber sido
utilizado por el Coronel Duque y por otros miembros del Ejército y de los
organismos de seguridad del Estado para perpetrar crímenes y para coadyuvar
en montajes judiciales mediante falsas declaraciones remuneradas, se
decepcionó al no cumplírsele algunas promesas y al verse implicado en un
proceso penal como fruto de sus mismas colaboraciones con el Ejército, y
decidió poner al descubierto muchos de esos chantajes: en la audiencia pública
realizada en Medellín, el 9 de diciembre de 2008, dentro del Proceso 2008-00011
del Juzgado 1° penal del Circuito Especializado de Medellín (pag. 12 del acta),
confirmó las torturas a que había sido sometido por el Coronel Néstor Iván
Duque el 12 de marzo de 2004 en compañía de Elkin Darío Tuberquia. Ya en
esos meses, a través de confesiones de oficiales del Ejército, se sabía que dicho
Coronel había sido el comandante operativo de la “Operación Fénix” que
envolvió la masacre del 21 de febrero de 2005 en las veredas Mulatos y La
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Resbalosa de San José de Apartadó. Por esos mismos días se conocieron las
versiones de los paramilitares Luis Adriano Cano y Everth Veloza alias “HH”
ante la Unidad de Justicia y Paz, según las cuales, el Coronel Duque habría
visitado a “HH” para pedirle permiso de asesinar a Cano, quien fue el que
comenzó a destapar la verdad de la masacre.
En los últimos años ha sido más patente la corrupción de la justicia. Entre
finales de 2005 y comienzos de 2006 fueron detenidos sin orden judicial 7
campesinos de veredas del corregimiento de San José de Apartadó, los cuales
estaban ya todos retirados de colaboraciones pasajeras que prestaron a la
guerrilla, que en un tiempo tuvieron que asumir como condición para no tener
que abandonar sus parcelas. El seguimiento de estos procesos permite revelar el
cúmulo de violaciones del Código de Procedimiento Penal así como de
principios sustanciales del Derecho Internacional. La primera de ellas es la
usurpación del poder judicial por el poder ejecutivo, pues todos los pasos del
procedimiento fueron determinados por la Brigada XVII, con la aquiescencia de
fiscales, jueces, magistrados, procuradores y defensores. Hubo allí reclusiones
ilegales en la Brigada; indagatorias ilegales sin abogado; extorsión a los
detenidos para que aceptaran los cargos; presentación de testigos falsos
remunerados y presentación de pruebas ilegales.
En el mes de febrero de 2007 recibí en directo, en la cárcel de Carepa, el
testimonio múltiple de reclusos que fueron presionados por abogados de
militares, para que declararan que un líder de la Comunidad de Paz, ejecutado
extrajudicialmente, “era guerrillero”, para lo cual les ofrecieron remuneraciones
de dos millones de pesos por cada declaración. Cuando en el mismo mes de
febrero recibí las denuncias de 7 personas del corregimiento que estaban en una
lista para asesinar, según el testimonio de un paramilitar integrado a la Brigada
XVII, acudí a diversas autoridades y a la Corte Interamericana de Derechos
Humanos para intentar proteger sus vidas, pero a las pocas semanas supe que
la mayoría de ellos estaban detenidos. Al examinar el expediente, pude
comprobar que había allí otro evidente montaje, propiciado por miembros de la
fuerza pública con la colaboración de una fiscal. Descubrí, además, que en ese
mismo proceso se acusaba a otras tres personas pertenecientes a familias
integradas a la Comunidad de Paz, de un atentado terrorista ocurrido en
Apartadó en 2004; nuevamente comprobé que se trataba de un proceso
construido con falsos testigos pagados y, lo peor, que al presentar un abogado
la evidencia del falso testimonio, el Fiscal Delegado ante el Tribunal Superior de
Antioquia continuó valorando como “válida” la falsa prueba.
Un análisis más a fondo de este expediente y de los relacionados con las
detenciones arbitrarias de 2005, 2006 y 2007 permite evidenciar que se ha puesto
en marcha un simulacro de “justicia” penal en Urabá, que desconoce de entrada
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el principio constitucional de independencia de poderes (CN Art. 121), ya que
los militares controlan los procesos desde su planificación, búsqueda y pago de
falsos testigos, capturas al margen de lo legal, conducción ilegal a instalaciones
militares donde los detenidos son sometidos a “indagatorias” ilegales sin
abogado, luego denominadas “entrevistas”, a presiones y chantajes no
registrados en el expediente pero que miran a consolidar una “aceptación de
cargos” extorsiva, presentación de “pruebas” ilegales no sometidas a las
cadenas de custodia previstas en el Código de Procedimiento Penal, etc.. Como
complemento, todo revela una concertación pre-establecida entre militares y
funcionarios judiciales, disciplinarios y defensoría pública, pues todo lo
confeccionado en la Brigada es avalado sin discusión por ellos, haciendo caso
omiso de la obligación que tienen de valorar la idoneidad de los testigos y las
pruebas y evitar que los testimonios estén afectados por prejuicios, presiones,
intereses y antecedentes invalidantes, así como la ausencia de presiones y
apremios a las mismas víctimas. La misma tipificación preestablecida de
“rebelión”, en textos cortados y pegados de documentos magnéticos que
escapan a la valoración ética del funcionario, no se compadece con las
conductas juzgadas, en las cuales los campesinos aparecen más como víctimas
que como actores del conflicto, toda vez que fueron presionados a prestar
colaboraciones demasiado secundarias a la insurgencia para no tener que
abandonar sus parcelas de subsistencia. La “cacería de milicianos” que
contextúa todo este simulacro de justicia, tampoco se compadece con la total
tolerancia con los paramilitares, a quienes hay orden de no tocar por todo lo
que hicieron en el pasado, mientras a los supuestos “milicianos” se les persigue
por cualquier detalle de colaboración de su pasado. Es evidente que en esto se
desconoce el principio rector constitucional de la “igualdad de todos ante la
ley” (Art. 13).
Muchas veces me he preguntado si un aparato institucional que define su
campo específico de acción con los términos de “verdad” y “justicia”, conceptos
de evidente contenido ético, puede desempeñarse mediante métodos que se
aparten de los principios éticos universales que la humanidad ha reconocido
como verdad y como justicia. Me he preguntado si el Derecho puede
confeccionar conceptos o técnicas que legítimamente asuman el nombre de
“verdad” o de “justicia” cuando en sus mismos mecanismos operativos
contradicen los contenidos éticos fundamentales con que la humanidad ha
identificado esos valores /conceptos durante siglos.
El aparato judicial y disciplinario del Estado, inducido por el positivismo
jurídico imperante que ha ido cortando todo vínculo con el mundo de los
valores, de la ética, de los ideales políticos, de los humanismos, de las
religiones, para erigirse en una técnica autónoma supuestamente “aséptica”, ha
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ido construyendo el concepto soberano de “verdad procesal” como base de su
“justicia”. Pero cuando es dable develar los mecanismos de construcción de esa
“verdad” procesal y se ve multiplicarse de manera tan descomunal los casos en
que dicha “verdad” se construye con falsos testimonios, producto de la
mercantilización del testimonio; con chantajes, sobornos, manipulaciones y todo
tipo de violencias puestas al servicio de intereses inconfesables, ya no hay
posibilidad de relacionar, ni siquiera tenuemente, la “verdad” procesal con el
valor VERDAD ínsito en la conciencia ética de la humanidad. Por el contrario,
se ha ido creando un abismo cada vez más infranqueable entre la “verdad”
procesal y la verdad real. Lo mismo cabe decir de una “justicia” que funda sus
decisiones en la tal “verdad” procesal y que en sus mecanismos ya no resiste el
menor examen de imparcialidad, independencia y rectitud.
Allí es donde se plantea el conflicto de conciencia: cuando se es consciente de
que los mecanismos institucionales que asumen las etiquetas de “verdad” y de
“justicia”, a través de numerosas experiencias dolorosas que de ninguna
manera podrían tener el carácter de excepcionales, se definirían más
honestamente por los conceptos de “falsedad” y de “injusticia”, entonces la
colaboración con el aparato institucional que las sustenta entra en colisión con
la conciencia ética.
Cuando durante varias década se afianzan formalismos judiciales y
disciplinarios que no sirven a su objetivo natural y legal de sancionar a los
culpables, de proteger a las víctimas y de corregir conductas que destruyen las
vidas, la dignidad y los derechos de las personas y colectividades, sino que por
el contrario se ponen al servicio de la repetición continua y sistemática de las
mismas conductas criminales, se está, sin lugar a dudas, ante una práctica del
engaño y la falsedad, agravada por sus consecuencias, como son el exterminio
y la degradación de numerosas vidas humanas. Colaborar, entonces, con esos
formalismos engañosos y falsos, riñe con la moral cristiana y aún más, riñe con
la ética universal.
En la tradición espiritual del Cristianismo se ha considerado siempre la Verdad
como uno de los valores centrales de la identidad cristiana. El Catecismo
Católico, en su versión más reciente de 1992, establece lo siguiente al respecto:
· “”La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” ( … ) “La
mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar
contra la verdad para inducir a error al que tiene el derecho de conocerla.
Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira
ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor”.
· “La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que
deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños
padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí solo constituye
un pecado venial, sin embargo llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las
virtudes de la justicia y la caridad”.
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· “La mentira es condenable por su misma naturaleza. Es una profanación de la
palabra cuyo objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La intención
deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad
constituye una falta contra la justicia y la caridad. La culpabilidad es mayor
cuando la intención de engañar corre el riesgo de tener consecuencias funestas
para los que son desviados de la verdad”.
· “La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera
violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que
es condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de
los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda
sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones
sociales.” [No. 2482 a 2486]
· “ Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se
hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio. Cuando es
pronunciada bajo juramento se trata de perjurio. Estas maneras de obrar
contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la
sanción en que ha incurrido el acusado; comprometen gravemente el ejercicio de
la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces”.
Colaborar, pues, con la falsedad y la mentira, riñe con la conciencia moral,
como el mismo Catecismo lo explicita:
· “La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana
reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o
ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo
que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre
percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina”.
· “La conciencia es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él,
nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza … La
conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el
de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. [No.
1778]
· “La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia
moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la
moralidad (“sindéresis”), su aplicación a las circunstancias concretas mediante
un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en definitiva el juicio
formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La
verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica
y concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al
hombre que elige conforme a este dictamen o juicio” [No. 1780]
· “El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar
personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su
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conciencia, ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en
materia religiosa” (Concilio Vaticano II, documento Dignitatis humanae). [No.
1782]
El mismo Catecismo da por sentado que los aparatos judiciales y, en general,
la autoridad de los Estados puede desviarse de sus fines naturales y
pervertirse abdicando por ello mismo de su legitimidad:
· “La autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en
cuestión y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los
dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden
moral, estas disposiciones no pueden obligar en conciencia. “En semejante
situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una
iniquidad espantosa” (Encíclica Pacem in Terris del Papa Juan XXIII, No. 51)
[No. 1903]
Los mitos que se van imponiendo y arraigando en la institucionalidad rutinaria
de las sociedades y en lo que Erich Fromm denominó “la patología de la
normalidad”, van creando supuestos falsos que tranquilizan con mucha facilidad
la conciencia ética ciudadana y permiten muchas veces que los mecanismos
institucionales sirvan precisamente para todo lo contrario de aquello para lo
cual fueron establecidos. Lamentablemente el común de la gente vive de los
mitos sociales y poco se preocupa por someter a examen la coherencia entre los
medios y los fines; entre los mecanismos institucionales y los valores éticos y
sociales a los que se proclama servir, incluso cuando experiencias recurrentes
revelan contradicciones palpables y profundas entre los mecanismos y los
valores.
Esto suele ocurrir muy frecuentemente con los valores éticos de VERDAD y
JUSTICIA, tan necesarios y fundamentales para la vida sana y humana de toda
sociedad. Pero muchas veces se supone que esos valores se viabilizan
automáticamente a través de mecanismos legales institucionales que se han
vuelto “normales” y rutinarios y que la conciencia de cada individuo puede
tranquilamente desentenderse de si los fines de verdad y justicia en realidad se
logran o se aproximan mediante dichos mecanismos, contentándose con acatar
los mecanismos legales establecidos para ello, sin volverse a preguntar a qué
verdad y a qué justicia se está contribuyendo, y confundiendo el acatamiento de
los mecanismos legales con su contribución a la realización de esos valores.
Afortunadamente la Constitución colombiana de 1991 salvaguardó el principio
fundamental de la libertad de conciencia, prohibiendo explícitamente que
alguien sea obligado a actuar contra su conciencia (Artículo 18), principio que
además está consagrado en todas las declaraciones y pactos de derechos
humanos.
La conciencia ética de la humanidad se siente comprometida con la búsqueda
de la VERDAD y de la JUSTICIA y acepta con agrado someterse a mecanismos
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institucionalizados que faciliten las aproximaciones sociales a la Verdad y a la
Justicia así impliquen muchas veces molestias, esfuerzos o incomodidades
personales. Lo que no puede aceptar una conciencia ética es involucrarse en
mecanismos institucionales que, tras ficciones o simulacros de verdad y de
justicia, lo lleven a uno a contribuir, en la práctica y positivamente con la
falsedad y la injusticia. Esto reviste una gravedad superlativa cuando en el
simulacro está comprometida la vida y la dignidad de numerosos seres
humanos.
Por todas estas consideraciones, ruego respetuosamente se me exima de toda
declaración, versión, indagatoria o entrevista, dada mi imposibilidad moral de
hacerlo. La Constitución Nacional establece que “nadie será obligado a actuar
contra su conciencia” (Art. 18).
Atentamente,
Javier Giraldo Moreno, S. J.
ANEXO:
El 19 de enero de 2009 elevé una petición apremiante a los presidentes de las
Altas Cortes del Estado y a las direcciones de los órganos de control, para que
se declare un “estado de cosas inconstitucional” en la administración de justicia de
Urabá. Los fundamentos de hecho son trece casos que envuelven un número
mayor de expedientes minuciosamente analizados, donde se muestra en
concreto cómo se desconocen, de manera sistemática, principios ejes de la
Constitución Política de Colombia; casi todos los Principios Rectores del Código
de Procedimiento Penal; numerosas normas de derecho internacional incluidas
en los tratados suscritos y ratificados por Colombia, así como principios del
Código Penal.
Se destaca allí como corrupción básica del sistema judicial, que permea todas
las actuaciones denunciadas, la usurpación del poder judicial por el poder
ejecutivo a través de la Brigada XVII. En efecto, es dicha Brigada la que decide a
quién se persigue judicialmente en Urabá y a quién no se persigue. Es la misma
Brigada la que captura sin esperar órdenes judiciales y conduce a los
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capturados a sus instalaciones, desconociendo normas elementales y exigencias
de la Corte Constitucional y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Allí se han inventado un modelo de indagatoria ilegal, sin abogado, que han
denominado “entrevista”, realizada en un contexto de terror, de amenazas y de
“negociaciones” de las cuales no queda constancia alguna escrita y cuyos
efectos son negados rotundamente en caso de alguna denuncia. Allí se
confeccionan las “pruebas” mediante la utilización de falsos reinsertados que
han sido cooptados por dineros o prebendas, simultáneamente vinculados a
acciones delictivas de la Brigada, dentro de las cuales el falso testimonio es una
acción delictiva más que pasa casi desapercibida. Se ha inventado allí el
“principio de acumulación”, según el cual, varias mentiras constituyen una
verdad, para lo cual echan mano de testimonios plurales previamente
concertados con delincuentes, cuya pluralidad reemplaza su carencia de datos
verificables. Previamente se ha concertado con fiscales y jueces que renuncian a
evaluar la idoneidad de los testigos y las pruebas, aceptando acríticamente el
paquete probatorio que aporta la Brigada y absteniéndose incluso, la mayoría
de las veces, de examinar la legalidad de las capturas. Cuando eventualmente
se aporta una prueba material o técnica, como archivos magnéticos, fiscales y
jueces han aceptado de antemano hacer caso omiso del requisito de cadena de
custodia, con el fin de que en dichas “pruebas” se pueda introducir cualquier
contenido funcional a la condena, al arbitrio de los militares. Ha hecho carrera
la tipificación generalizada de “rebelión” para conductas que no se compadecen
con su definición en el Código Penal, cobijando colaboraciones forzadas con la
insurgencia que miran a evitar el desplazamiento y que toman cuerpo en
actividades agrícolas o de arreglo de caminos, que hacen de sus actores más
víctimas que agentes de violencia. Se desconoce así el principio de legalidad.
Una concertación adicional es perceptible entre militares, agentes judiciales y
defensores, para presionar a las víctimas a aceptar los cargos que se les endilgan
y acogerse a sentencia anticipada, abusando del chantaje consistente en
presentarles grandes desventajas y penas excesivas si no aceptan los cargos, en
contraste con penas irrisorias y una libertad casi inminente si los aceptan,
estrategia que mira a abultar estadísticas de “desmovilizaciones” o
“reinserciones” multiplicando casos ficticios, productos de la coacción.
Hay pues una violación sistemática del principio de independencia de poderes
(artículos 13,121 y 228 de la Constitución); del principio de igualdad de todos
los ciudadanos ante la ley (artículo 13 de la Constitución), del principio de
legalidad (artículo 29 de la Constitución); del derecho a ser procesado por
tribunales independientes, competentes e imparciales (art. 14 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos y art. 8 de la Convención
Americana de Derechos Humanos); un abuso de la prueba testimonial; de la
fórmula de sentencia anticipada; un uso ilegítimo e ilegal de los “informes de
inteligencia” y de las “órdenes de batalla”, violando a este respecto el principio
constitucional de “Habeas Data” (art{iculo 15 de la Constitución). Se abusa de la
pobreza de las víctimas de los montajes, quienes no tienen acceso a una defensa
técnica y se les viola este derecho ofreciéndoles como única defensa técnica la
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Defensoría Pública, ya previamente concertada con los agentes militares y
judiciales para presionar su opción por la sentencia anticipada y aceptación
ilegítima de los cargos que les imputan. Se desconocen las normas que miran a
la consistencia del sustento probatorio, pues no se evalúa la idoneidad de los
testigos; no se respetan las normas que garantizan la credibilidad de las pruebas
técnicas; no se hace caso de los principios que, según el Código de
Procedimiento Penal, pueden sustentar una condena; no se hace ninguna
valoración ética y ponderada de la culpabilidad haciendo caso omiso de los
atenuantes y eximentes de culpabilidad previstos en la ley. Por encima de todo
se ha llevado conscientemente el TESTIMONIO, prueba única en la mayoría de
los procesos, a una degradación y envilecimiento extremos, convirtiéndolo en
una mercancía de compraventa, llegando a ser posible calcular hoy en día las
tarifas con que se remunera el testimonio de acuerdo a los efectos que se
buscan. La “verdad procesal” ha llegado a medirse, pues, por sus costes en
dinero.
La total falta de actividad procesal para investigar y sancionar a los agentes
judiciales y del Ejecutivo que han procedido de manera tan perversa y durante
tantos años, revela una connivencia de todo el poder judicial con tales formas
de ejercer la “justicia”, que se han convertido en el más eficaz aval para que
tales prácticas continúen indefinidamente, para que la justicia se siga
ilegitimando y para que las víctimas sigan aumentando en grandes
proporciones.
Dado que dicho Derecho de Petición a las Altas Cortes ilustra más precisamente
la Objeción de Conciencia frente a una justicia que viola sus propias normas y
que ha llegado a un grado extremo de degradación y envilecimiento, anexo la
totalidad del documento en 188 folios.